Apertura a lo absoluto

Ensayo
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Apertura a lo absoluto

El oído, inductor o no de felicidad

Somos criaturas musicales de forma innata desde lo más profundo de nuestra naturaleza.
Stefan Koelsch

Es propio de la naturaleza humana que sea y esté abierta al mundo y a las cosas. En nuestra corporeidad todo es apertura. Las orejas son siempre apertura en nuestra forma humana. Perforadas de coberturas, estas pequeñas depredadas no son como los ojos, perforadores y depredadores siempre, que además tienen párpados. O como las manos o la boca que puedes cerrar. Las orejas no tienen paredes ni persianas que tapien o velen lo que viene de fuera. En cambio, las manos que no quieren volar cierran sus alas, los pies que no quieren avanzar se detienen como dos árboles recién plantados de por vida en el centro de los bosques, la boca que no quiere decir se pliega enyesada, los ojos que no quieren mirar bajan el tabique de sus párpados. Pero los oídos, los oídos siempre están abiertos, alertas, aperturas celestiales pero también con opuestos infernales. Ahí podría radicar la naturaleza –amada, pero también odiosa– de, por ejemplo, la música.

Tengamos en cuenta que solo el oído viaja unidireccionalmente, o mejor dicho, le viajan. Y esa dirección viene del mundo exterior al mundo de dentro. De un puerto de salida (el mundo con todos sus ruidos) a un único puerto de entrada (el tímpano). Pero el resto de nuestro cuerpo lleva otra flecha. Una flecha a veces unidireccional pero también bidireccional. Una flecha que va desde ese puerto de entrada –nuestro yo más interno– hacia ese puerto de salida, el cual, siendo desembocadura de estos miembros, toca todo lo exterior.

La naturaleza nos dota de posibilidades resplandecientes. Las manos tocan cuanto está afuera. Los ojos lanzan la mirada al horizóntico afuera cuando no perforan letras en un libro abierto. Pero el oído en cambio es el devorado, el violado siempre, el tocado por todo lo que llega de fuera, quiera o no quiera el delicado miembro. Es el esclavo, el sumiso, el obediente, el que cede a todos los ruidos de afuera. No hay muralla que detenga lo que a él le entra. Es el eterno pasivo. Por eso no podemos protegerle.

Sí, el cuerpo es infinitamente apto, plástico, está siempre abierto si decidimos que se abra. El cuerpo humano es apertura, expresión continua. Se comunica a través de movimientos: besa cuanto desea y se cierra si detesta. Pero curiosamente lo más dúctil de nuestro cuerpo es la voz. Y eso nos lleva al sonido, y el sonido nos lleva a la música, y la música de nuevo nos lleva al desprotegido oído. Así hasta llegar a la idea de que el oído es el órgano más maltratado en este estado de aperturas. El obligado de por vida.

Por eso la música (que entra en el oído) también tiene ese lado terrible, ese punto de apertura pero también de enajenación bien descrito por Pascal Quignard en su libro Odio a la música, donde mantenía que uno nunca puede dejar de oír desde que está en el vientre materno. Nuestra primera percepción, anterior al olor, la vista, al tacto o al gusto. Que es ancestral y que ya estaba en el silbato de las SS, o en el campanario de un campo de concentración. Que siempre precipita los finales. Quignard afirmaba que oír era obedecer y que por eso había música donde había directores y ejecutantes. Y lo más impactante de su fuerza, que podía resultar odiosa hasta para aquel que más la amaba.

Recordemos sino la escena de la película La naranja mecánica donde el protagonista, un cínico criminal, recibe un tratamiento que es espejo de sus dos pasiones: la violencia y la famosa Sinfonía nº 9 de Beethoven. Ambas le provocarán náuseas. Como consecuencia, empieza a detestar la sinfonía amada y siente dolor y repulsión hacia los actos de violencia, creando así una respuesta operante, es decir, sin responder de manera violenta. La música de Beethoven aquí por tanto, es castigo positivo que acompaña a las escenas violentas. Como si fuera un infernal rito. Terapia de choque. Igual de sensorial, si lo piensan.

Todo lo que nos entra por el oído nos toca al instante. Y no tener un instante de pausa puede alienar al ser humano.

Sí, la música nos arrebata al momento.

Cierro con una cita de E. M. Cioran, que decía en su Maldito yo: “cada vez que escribo a una amiga nipona le recomiendo una obra de Brahms. En su última carta me cuenta que acaba de salir de una clínica de Tokio a la que fue trasladada en ambulancia por haberse entregado demasiado a mi ídolo. ¿Ha sido a causa del trío n. 2 opus 99? Qué importa… Solo lo que invita al desfallecimiento merece la pena ser escuchado”.

Nuria Ruiz de Viñaspre

http://www.nruizvinaspre.com/

Ilustración: Héctor Quintela

Publicado en febrero 2013

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