Africa: The Beat

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Africa The Beat

Vida y música de los wagogo de Tanzania

Documental basado en un trabajo de investigación de Polo Vallejo. Dirigido por SAMAKI WANNE Collective (por orden alfabético: Javier Arias Bal, Polo Vallejo, Pablo Vega y Manuel Velasco). Presentación académica en la Universidad Complutense de Madrid. Película seleccionada en el International Film Festival of Canary Islands 2012, African Festival of New York 2012, Black International Cinema Berlin XXVII / Germany 2012 y Festival des Films du Monde / World Film Festival of Montreal.

Todo trabajo basado en una experiencia personal (aunque como en este caso sea de marcado carácter profesional) corre el riesgo de verse lastrado por una visión monolítica (la del autor) y un cierto sentimentalismo como resultado de la convivencia. La objetividad y el rigor, que son los pilares del trabajo científico, pueden dejar paso a una interiorización de las vivencias que haga imposible la imparcialidad. Pero, por suerte, el documental ha sabido huir elegantemente de esa trampa. Se nos avisó previamente: no hay voz en off, nada que guíe nuestro entendimiento, que nos lleve de la mano a conclusiones más allá de la intencionalidad del propio montaje de las escenas.

Así que el arranque, tras unas breves palabras introductorias sobreimpresas en pantalla, se convierte en un reflejo de lo que es el resto de la película: un plano detalle del cuenco donde se bate el mijo, y el inicio del pulso. Si extrapolamos y aplicamos el símil en un nivel más general, donde el cuenco sean los wagogo y el pulso que se inicia el sentir musical del África negra, el mensaje no se resiente. Tenemos el mismo resultado: un acercamiento a ras de piel, una forma de sumergirnos sin escafandra, a pulmón lleno.

Para hacernos llegar una concepción musical tan densa como la que presenciamos (donde el elemento musical no puede ni debe separarse del concurrir diario), los directores han apostado por una estructura orgánica, la más lógica y natural, la que marca el ciclo de la tierra y del agua: época seca (Ibahu) y época de lluvias (Ifuku). Y dentro, una subestructura basada en momentos importantes del día para el individuo y momentos importantes para la colectividad. Para dar consistencia a este hilo narrativo, objetivo en tanto a su importancia pero subjetivo en cuanto a la recepción por parte del espectador, la película se refuerza con una trama recurrente que hace aprehensible el resultado: la construcción de un tambor por parte de un anciano del poblado. Este acierto estructural se transforma en metáfora de la propia naturaleza de la música: un proceso que necesita del material, del repertorio, de la función que lo justifica, para ser.

A partir de este andamiaje general comienzan a sucederse los detalles que, a pesar de su enfoque estético, consiguen ahondar en el significado. Aparece el aprendizaje de la música por el contacto directo y continuo materno. Aparece la música colectiva como escuela para el individuo. Aparece la belleza sin esa necesidad de verbalizarla y calificarla a la que incita tanto nuestro entorno. Aparece el alto valor moral de una sociedad que pone a los niños en pleno centro de su ternura y que valora a sus ancianos como guías y representantes del sustrato de su memoria. Aparece el color, tan distinto al que experimentamos aquí a diario por su relación indisoluble con los elementos de la naturaleza. Aparece la sexualidad como un proceso que germina y crece, presente en las danzas pero nunca explícito ni indiscreto. Aparecen los baobabs referenciales con su importancia social insinuada. Y el agua. Principalmente el agua. Sólo cuando has visto a niños de seis años trasvasar agua con un cuidado y técnica exquisitos entiendes la belleza, la importancia, la sustancia de esa lluvia torrencial que aparece mediada la película.

Es una obra plena de detalles, donde la concepción del tempo da paso a la concepción del tiempo. Todo ocurre de otra forma. En la pantalla se suceden elementos cuya única explicación posible es una forma completamente distinta de entender el tiempo: la sonrisa del niño que se alarga hermosamente, el mijo inacabable, la canción compartida entre los jefes de clanes… todo enmarca un transcurrir distinto del día a día. El documental juega también con unas dosis importantes de simbolismo (buscado o accidental) que calan rápido en el espectador: la cabra, casi única y dolorosa blancura en todo el film o la cantofábula, ejemplo de metalenguaje, de historia contada dentro de la historia, ya que la propia película es una cantofábula en sí misma, con el “beat” en forma de continuo “Mmmmm” por parte del espectador.

Con todo la película usa recursos habituales del cine occidental en cuanto al montaje, con un sentido del humor que sólo aquí se entendería (la escena ya referida entre los dos jefes de clan una y otra vez) y no abusa de la visión sentimentalista de la infancia. Los niños pequeños que aparecen bailando no lo hacen para conmover al espectador. Son una demostración de la tesis que se expone en los primeros segundos de metraje: la música llega a los bebés desde el primer día, donde el latido de la madre se confunde con el batido del mijo. También se huye una crueldad gratuita a todas luces innecesaria.

Hay una serie de aciertos notables a nivel orgánico que consiguen relajar la retina a veces (por ejemplo, los dibujos de la cantofábula) o avivarla cuando se requiere (como la perfecta colocación de la impresionante secuencia del éxtasis). Pero eso son sólo dos ejemplos. Está la hermosa resaca tras el éxtasis, el tropezón de la mujer cruzando el río, el peinado de trenzas, la historia de los alemanes… Todo son partes, codas, exposiciones y reelaboraciones del mismo tema que da cuerpo a la sinfonía: la vida y la música imbricadas de tal manera que una no se entiende sin la otra, con vocación de sinónimas.

El sentido de la belleza subyace en cada plano, la belleza de lo inmenso (los gigantescos baobabs, secos o brotados), de lo intermedio (el contraste de colores hermosos entre la piel negra de los niños y el agua marrón clara al bañarse), a lo más mínimo (una sonrisa infantil, mantenida de forma inimaginable en el tiempo).

Pero, a nivel personal, la escena del rito de iniciación (Makumbi), fue lo más tierno y emocionante. La música como única forma de entrega del afecto, cantando lo orgullosos que se sienten los adultos al ver crecer a sus niños, con los niños manteniendo su mirada baja como parte del rito. Ese abrazo colectivo, esa forma de amor inmenso en el que sólo la música sirve de vehículo de transmisión durante un mes entero, significa para mí el clímax afectivo de la película, por encima del clímax real del Éxtasis. También aquí, el blanco de la cabeza de los niños comiendo Ugali blanco, segunda referencia esencial al color.

Esta película parece más un ejercicio de responsabilidad por parte de los autores. Lo vivido, lo enseñado en el documental es tan bello y necesario que ha de mostrarse con la menor contaminación posible. La cabeza, los oídos y el corazón en un mismo lugar. La moraleja, de haberla, es resultado de las vivencias y valores de cada espectador. No es unívoca, ni a un único nivel. Es un ejercicio estético para quien quiera verlo así. Posee un ritmo que en ningún momento llega a decaer, para aquellos que añoren virguerías estructuralistas. Es un alegato en pro de esta gente en particular y de este continente en lo general, para quien precise de alegatos. Es un musical diferente. Es un documental sobrio.

Todo esto sirve y se aplica para quien guste de las etiquetas. Pero lo más importante es que trasciende. Dice más de lo que dice. Deja poso. Te cambia de alguna manera. Va más allá del continente africano o de la reivindicación de las músicas vivas. Es un enorme fresco con las mejores cualidades del ser humano, un fantástico resumen y síntesis de aquello que querríamos enseñar de nuestro mundo si a alguien le interesara: el sentido de sociedad, el valor de la infancia, la sexualidad, le belleza, la supervivencia, la estética funcional, la importancia de la memoria, el respeto, la concepción del tiempo presente y pasado, la pervivencia del futuro, la danza, el estallido de la naturaleza, la música como motor. Todo eso aparece sin grandilocuencia ni pretensiones dogmáticas. Su guión no precisa de letra escrita. La imagen tomó el relevo a la palabra. La música fue la voz.

Y la voz persiste una vez acabado todo, como si el niño que atraviesa horizontalmente la pantalla para concluir el film decidiera seguir corriendo eternamente.

Mario Muñoz Carrasco

Fotografía procedente de SAMAKI WANNE

Publicado en mayo 2012

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