“Ahora, todo es violeta”, Ángel González García, in memoriam

Crítica
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“Ahora, todo es violeta”

In memoriam, Ángel González García

Romeo y Julieta, Charles Gounod, versión en concierto. Irina Lungu (Juliette), Charles Castronovo (Roméo), Mikeldi Atxalandabaso (Tybalt), Joan Martín-Royo (Mercutio), Laurent Alvaro (Capulet), Marianne Crebassa (Stéphano). Coro y Orquesta Titular del Teatro Real. Dir. coro: Andrés Máspero. Dir. musical: Michel Plasson. Teatro Real de Madrid, 26 de diciembre de 2014.

Querido Ángel:

Tiene gracia que tú, precisamente tú, tuvieras un nombre de pila tan místico. Encima voy yo y te incluyo en un artículo junto al arrebatado Romeo, tu favorito, seguro, je. Pero bueno, para reírte habías venido a este mundo, y preferías la risa de lo macabro –que es casi lo que genera la tan mal envejecida historia de Romeo– a cualquier otro tipo de mueca. Así te las gastabas. Y así nos has dejado…. No nos pongamos tristes, que te enfadas, seguro.

Ya sé que tu perro se asustaba con la música y por eso nunca podías escucharla, que sí. Sin embargo, como amante de lo táctil, de lo maleable y destrozable, como tu querido Manet, estoy segura de que te habrías aficionado a la música francesa, si es que no lo eras ya en tu gruñidero particular –y con él remito más a Dickens que a cualquier y ocasional refunfuño tuyo, querido Mr. Jarndyce–. Pero es que en muchas ocasiones el género francés es masticable, y estoy convencida de que esto nunca se lo diste de probar a tu mascota. ¡Los recitativos franceses!, ¡aquellas arias que, incluso siendo arias, tanto tienen que ver con el habla! Vocales multicolores, consonantes duras –durísimas–, fricativas hirvientes (¡esa “v” francesa!). Otro mundo: una alta cuisine de texturas distintas. Aunque a mí, que siempre fui algo pedestre, me recuerdan más a una gominola, aquel dulce en que, tras barrer el azúcar, queda un escaloncito por morder, un súmmum de los placeres terrenales. Ese, sí.

Nunca me perdonarías un intento de comparación arte-música, pero reconoce que en ocasiones hacerte rabiar a ti también era divertido… Y es que no era Obraztsova quien nos encandilara con su cincel vocal aquella noche, y ni siquiera los Alagna o Yonchevas previstos en un principio. Los improvisados protagonistas –Irina Lungu y Charles Castronovo– no se inclinaban hacia esa elegancia de los sabores, tan degasiana (sí sí, lo he dicho, Degas, ¡ja!). Charles Castronovo, con sus virtudes, adolecía de un vibrato del que sólo tú puedes hacer los mejores chistes, y que en algo contagió a su compañera, cuyo timbre, sin embargo, competía con el de aquellos frutos que buscaban las señoritas de Manet en sus cestas, esas en las que te gustaba tanto enredar, más aún que al felino negro. Con todo, sólo Marianne Crebassa, en su brevísima intervención, fue capaz de hallar mi manjar entre la maleza. Brutal. Qué te voy a contar a ti de la embriaguez… sensorial, digo. Vale, vale, tú ganas.

Así como en el Déjeuner sur l’herbe lo que te inquietaba es que a la señorita se le hubiera quedado “el culo frío”, o Fritz Wotruba se enervara porque Canetti le quitaba los nervios al delicioso filete, uno entiende, más o menos, cuál era el problema de Haddock y el tuyo propio con estas Castafiores –a quien por cierto los autores de la banda sonora de la película Las aventuras de Tintín pusieron un aria de esta ópera y no la que correspondía, Fausto, sólo por no prescindir de su gorgorito final–. Es todo muy intenso, muy fueraborda, haciendo un pulso contra un público que observa desde su butaca un espectáculo demodé, y esquiva con disimulo los golpes, sin querer entrar en una lucha encarnizada que se lleva a cabo en escena. La dulzura de las voces, donde debe estar, al principio de la obra, junto a la ligereza de la inocencia de los primeros arreboles, quedaba deslucida, turbada por el tornado que se avecinaba (y las propias características de las voces de los cantantes principales), sin darse cuenta de que el discurso de los sabores, máxime en época navideña, hubiera sido degustado con voracidad por el espectador. Ese desfase emocional se transmitía también por medio de la orquesta, quien a duras penas consiguió un piano –también fueron víctimas, en parte, de la caja escénica estéreo en que se ven encerrados los músicos en estas ocasiones–. Por el contrario, el coro destacó, especialmente en esa especie de Pepito Grillo de la conciencia o moraleja a gritos, a través de los pianissimi que se introducen al comienzo de la obra. Y es que, aunque de esto intentaré convencerte otro día, también la versión instrumental de lo francés es un auténtico vergel, del que se intuyeron los colores a través de la batuta exaltada del director Michel Plasson, a quien habríamos oído, de haber bajado algo el volumen, como a Glenn Gould, cantar todos los temazos (¡que lo son!) de la ópera.

No me creerías, pero a pesar de estar en una versión en concierto, y con una historia tan trillada, la representación mereció mucho la pena. Una vez me dijiste que las óperas con peor libreto, como La flauta mágica, eran las que tenían mejor música (y por eso sé que algo disfrutabas con los gorgoritos de los que hacías tanta burla, y que más nervioso te ponían los cuadros románticos poblados de humillos y alocados pelos de Beethoven). Romeo y Julieta es un cuadro íntimo que casa bien, al contrario de lo que suele ser usual en estas versiones-concierto que elige el Teatro Real, con una casi innecesaria escenografía –al margen del primer acto–. En fin, que aunque no se afanaran tanto el tacto, como Manet o tú mismo, sí consiguieron resultados auditivos más que solventes, especialmente en el dúo del Acto IV. Que ya, que ya. Que con tu perro no podías escuchar nada, me lo sé. E ir al teatro a estar quieto… era mejor esparcir tu vitalidad en cualquier otro lugar, de manera mucho más holgada.

Pero al final la moraleja, después de tanto empacho al que te he sometido contra tu voluntad, siempre llega. Y en este caso reside en que la muerte es algo ridículo. Creo que todos los lectores del drama de Shakespeare siempre hemos observado el final de la obra con una mueca de superioridad que encierra en el fondo una incomprensión hacia un adiós tan inverosímil. Pero más, mucho más absurda y tonta lo es en tu caso, un “no es justo” gritado en voz infantil, o si prefieres, en el desesperado pavor que emana la obra de nuestro admirado Canetti. Creo, como Mario S. Arsenal, que te merecías un gran homenaje en vida y no esta carta que esconde, tras su sonrisa a medias, una tristeza inconsolable.

Ábrete, telón. Dinos que es otra de tus bromas.

¡Veeeenga!

Cristina Aguilar

Ángel González García (1948-2014, a mí también me cuesta horrores cerrar la fecha) fue un profesor, ensayista (Premio Nacional de Ensayo por El resto), conferenciante, que ejercía su profesión allá donde fuera. Yéndose por la tangente en todos los campos que tocara, o, lo que era lo mismo para él, tomando el camino más divertido, se pasaba el día abriendo puertas, ventanas y contraventanas a su ingenio, y al de todos los que le leíamos o aparecíamos, por suerte, a su vera, aunque fuera sólo un par de veces (contadas) en autobús. Lector empedernido –uno tenía la sensación de que se lo había leído todo–, pasará mucho tiempo, siglos inclusive, hasta que podamos volver a rozar siquiera algo similar a una pizca del estímulo que exhalaba su persona, siempre con entusiasmo e ingenio, no carente de sana malicia. Y mucho estilo.

Édouard Manet Cantante callejera, 1862.

Publicado en enero 2015

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