Música, champán, delicatessen, luz de luna…

Crítica
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Música, champán, delicatessen, luz de luna…

Aida on Sydney Harbour, una fastuosa versión del clásico verdiano

Aida, Giuseppe Verdi. Latonia Moore, Aida; Walter Fraccaro, Radamés; Milijana Nikolic, Amneris; Michael Honeyman, Amonasro; David Parkin, Ramfis; Gennadi Dubinsky, il Re. Dir. musical: Brian Castles-Onion. Dir. Escena: Gale Edwards. Australian Opera & Ballet Orchestra. Opera Australia Chorus. Teatro en la bahía de Sidney, 15 de septiembre de 2015. Retransmisión en diferido a través de Cinesa.

El pasado 15 de septiembre dio comienzo la nueva temporada de ópera de Cinesa con el estreno de Aida de Verdi, a la que seguirán otros grandes títulos como Las bodas de Fígaro, La traviata o Turandot; además de obras menos conocidas por el gran público como la Iolanta de Chaikovski o La condenación de Fausto de Berlioz. Entre los coliseos que participan en este interesante ciclo destacan esta temporada la Ópera de Paris, el Covent Garden, la Scala de Milán, el Liceo de Barcelona y la Ópera de Zúrich. Para aquellos que no hayan podido asistir a Aida, Cinesa ha programado para el 26 de noviembre la retransmisión de otra versión: la dirigida desde el foso milanés por Zubin Metha, con Carlo Colombara y Anita Rachvelishvili en los roles protagonistas.

Debo admitir que asistir a una representación de Aida suele provocarme cierta inquietud. Pocas óperas son tan propensas a los excesos escénicos como esta creación de madurez del genio de Busseto. Pirámides, elefantes, camellos, grandes masas de figurantes, cuerpos de baile, sofisticadísima maquinaria escénica, vestuario y caracterizaciones impactantes… En cualquier representación de Aida podemos encontrarnos mucho más de lo esperado, incluso de lo deseado. Terenci Moix la definió como “joya de la egiptomanía” y no se equivocó. Como digna precursora de los pepla cinematográficos, Aida (como espectáculo) es siempre hiperbólica, de ahí su desmesura y su natural vinculación con grandes escenarios operísticos como las Termas de Caracalla o la Arena de Verona. Creada para el nuevo Teatro de la Ópera de El Cairo, su espíritu bebe, no cabe duda, de la grand opéra francesa y de la fascinación por lo exótico que generó la Exposición Universal de 1867. Y si ese gusto por lo desconocido que caracterizó, entre otros, a L’ art pompier palpita en ella, también lo hacen la desesperación amorosa propia del drama tardorromántico, o la desesperanza que provocaron el final de la Comuna de París y de la Guerra franco-prusiana. ¿Podemos encontrar algo de todo ello en los actuales montajes de Aida?

El de la Ópera de Sydney, que pudimos ver y oír hace unos días en la Temporada clásica de Cinesa, y cuya dirección de escena firma la australiana Gale Edwards, es un ejemplo claro de la “saturación sensorial” que domina actualmente el mundo del espectáculo y que ha condenado a la superficialidad el trabajo interpretativo. Y como no se trata de una simple impresión sino de la constatación de una realidad, aquí tenéis un botón de muestra.

En una entrevista concedida a The Opera Blog, Edwards explica lo que, en su opinión, convierte a esta producción (y a cualquier otra estrenada en ese marco) en una “experiencia total”. Según ella, representar una ópera en el puerto de Sidney es algo excepcional porque se nutre no sólo de la maravillosa música de Verdi y del saber hacer de sus intérpretes, sino del incomparable telón de fondo que ofrecen la sede de la Ópera, el puente iluminado, la luna, los fuegos artificiales y los barcos que atraviesan la bahía; además del placer gastronómico proporcionado por el champán y las delicatessen elaboradas por restaurantes especializados para su consumo durante la representación. La experiencia, en definitiva, parece depender menos del espectáculo y más del marco incomparable en el que éste tiene cabida.

Lamentablemente, la cosa no mejora cuando analizamos más o menos en profundidad su propuesta escénica. Edwards plantea una lectura intemporal del drama verdiano, aunque no a través de una descontextualización clara sino a partir de un abigarrado collage de contextos. Más allá del acierto estético que, en mi opinión, deja mucho que desear; la mezcla de épocas para abordar la intemporalidad plantea muchos más problemas de los que resuelve. Es casi imposible que el espectador se centre en el drama y no en su contexto cuando la puesta en escena hace una referencia tan explícita a momentos históricos concretos que, para colmo, encajan difícilmente entre sí. Salvo, obviamente, que lo que se pretenda sea deslumbrar prescindiendo de cómo afecta ese planteamiento a la comprensión profunda del drama. Tal vez por eso, el enorme despliegue de medios apenas consiguió disimular una propuesta escénica estática y tradicional, que sólo alcanzó cotas interesantes en los actos finales, cuando este despliegue se vio afortunadamente desplazado por el desarrollo de la trama.

Latonia Moore fue, sin lugar a dudas, la auténtica heroína de la velada. Con un fraseo elegante y una impostación exquisita, dio buena cuenta de la tragedia de Aida a pesar de no encontrar una respuesta a su altura en la mayoría de sus compañeros de reparto. Fue especialmente bello su dúo con Amonasro en el Acto III donde ambos cantantes hicieron gala de un fraseo perfecto y de una inesperada empatía musical. Walter Fraccaro dio vida a un Radamés de voz hermosa pero falta de fiato y del legato necesario. Milijana Nikolic, una Amneris algo artificiosa inicialmente, dio lo mejor de sí en los Actos III y IV decantando la balanza de la representación a favor de las dos protagonistas femeninas. La dirección de orquesta, a cargo de Brian Castles-Onion, acusó la desnaturalizada ubicación del conjunto, relegado a un foso cubierto sin contacto directo con el escenario. Los desajustes fueron constantes así como la “orfandad” de los cantantes que en más de una ocasión no pudieron ocultar su incomodidad. Lo mismo hay que decir del coro que solventó con eficacia, aunque no con brillantez, esa grave dificultad. El viento que sopló en algunos momentos de la representación, el escenario en rampa y un vestuario incómodo (a pesar de su espectacularidad) pusieron aún más a prueba a solistas, coristas y bailarines.

Una representación, en suma, menguada por las dificultades técnicas del enclave y por una dirección escénica demasiado dispersa que hizo una pobre lectura de este complejo drama. El genio de Verdi acabó imponiéndose a pesar de todo, y poco importó entonces si los espectadores, a ambos lados de la pantalla, bebían champán o comían chuches y palomitas.

Alejandra Spagnuolo

Imágenes tomadas de: The Opera Blog.

Publicado en octubre 2015

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