Mozart y los espíritus

Crítica
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Mozart y los espíritus

Otoños con Maria Joâo Pires

CNDM. Ciclo Liceo de Cámara XXI. L. Beethoven, Sonata para violonchelo nº 3 en La mayor, op. 69, Sonata para violín y piano en Re mayor, op. 12, nº 1 Trio en Re mayor ‘Fantasma’, Op. 70, nº 1. Maria João Pires (piano). Lorenzo Gatto, (violín), Lidy Blijdorp, (violonchelo). Auditorio Nacional, 16 de septiembre de 2015.

Ni el otoño se quiso perder un concierto en el que interviniera Maria Joâo Pires y en el que estaba anunciado Mozart, aunque fuera un 16 de septiembre. Sobre el papel se apreciaba el deseo de mostrar una clara evolución en la forma y la expresión, arrancando con una de las Sonatas palatinas escrita por el maestro de Salzburgo cuando contaba 22 años (con dos movimientos y recuerdos de la música de Johann Christian Bach) y concluyendo con el trío op. 70 nº 1 de Beethoven conocido como “Fantasma” o “de los Espíritus”, cuyo movimiento central debería encontrarse en cualquier diccionario como una de las mejores definiciones de lo sublime en sentido estricto.

Pero como la realidad se deja influir poco por programas establecidos, el concierto ofreció la sonata para violonchelo nº 3 en la mayor op. 69 y la sonata para violín y piano en re mayor op. 12 nº 1 de Beethoven en la primera parte, reservando la segunda íntegramente al trío fantasmal.

De esta forma se perdió la estructura cronológica pero se ganó en dramatismo. Un dramatismo contenido y que tuvo siempre como eje la ejecución al piano, punto de equilibrio y espejo en el que se miraron y reflejaron Lorenzo Gatto y Lidy Blijdorp, que sustituyó al violonchelista Ori Epstein.

En la primera de las obras la sensación que recibí (pues en música solo soy espectador y no juez) es que el piano de Maria Joâo Pires marcó toda la ejecución hasta el punto de hacer olvidar en ocasiones el sonido del violonchelo, especialmente en el scherzo, ejecutado con una convicción que hacía parecer la música de Beethoven tan inevitable como la lluvia que caía en el exterior del auditorio.

La ejecución de la sonata para violín y piano fue equilibrada, con un virtuosismo evidente pero siempre colocado al servicio de la música, evitando los excesos a los que puede prestarse con facilidad cualquier partitura del romanticismo. Para mí el allegro inicial, realmente con brío, apareció mozartiano y luminoso hasta el punto de mostrar un no sé qué de italiano, mientras que en el tema con variaciones del segundo movimiento parecían encontrarse agazapados Bach, Schubert y Brahms (lógicamente), pero también un tango y una habanera deseando ser inventados. Al llegar al rondó-allegro el violín pensado por Beethoven tuvo la libertad de dibujar en el aire cuanto quiso con un perfil firme y una tensión mantenida hasta el final del movimiento que dejó muy claro cuanto de melancolía puede haber en una aparente jovialidad.

Pero sin duda la pieza que iba a marcar el tono del concierto era el trío “Fantasma”, con ese allegro inicial que irrumpe sin dar tiempo a pensar y que se impone al pensamiento como una certeza, y sin referentes nos asomamos al borde del abismo en el movimiento central. Según los historiadores de la música, el largo aprovecha una idea del propio Beethoven para la escena de la aparición de las brujas en una ópera dedicada a Macbeth que nunca concluyó. El carácter sobrenatural de la música es evidente desde la primera frase, que se repite con variaciones al igual que una idea obsesiva en la mente de un maníaco, la ambición de poder, el deseo de gloria y la tragedia que conlleva su consecución, una repetición que está justificada por el hecho de ser tres las brujas e insistir en colmar los deseos de Macbeth para que así puedan verse limpiamente frustrados, consiguiendo Beethoven, al igual que Shakespeare, trascender lo concreto para enfrentar al oyente con sus propios límites.

A pesar de que el presto está pensado obviamente para dar un poco de luz a la partitura, para respirar de nuevo buscando mitigar la opresión del movimiento lento, una vez escuchado es difícil de olvidar. Se ha instalado en el alma como la sangre en las manos de lady Macbeth, como el íncubo del cuadro de Füsli, como la visión de la caída de las torres gemelas.

Desde luego el trío debió impresionar a la condesa Anna Marie Erdödy, en cuya casa vivía Beethoven cuando lo compuso en 1808. Ignoro lo que la aristócrata pudo sentir o pensar al escuchar por primera vez ese Largo assai ed espressivo (y espressivo desde luego el 16 de septiembre lo fue), aunque seguramente le confirmó en la idea de que la música de Beethoven no sólo era inevitable sino también necesaria. Ignoro si tenía el don de la sinestesia o si, como yo, carecía de él, pero si conocía a alguien que lo poseía sin duda supo que ese color largo es el “azul hielo, obviamente”.

Miguel Hermoso Cuesta

Imagen: El sueño del pastor, de Heinrich Füssli.
En portada: El arte de la fuga.

Publicado en octubre 2015

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