El embrujo de la ópera rusa

 

Crítica
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El embrujo de la ópera rusa

Bewitching Russian Opera, por Inna Naroditskaya

Bewitching Russian Opera. The Tsarina from State to Stage, Inna Naroditskaya. Oxford University Press (2011), ISBN: 978-01-95-34058-7.

Érase una vez una zarina venida de un reino muy muy lejano que, durante un siglo entero, aparecía sobre el tablado de los teatros rusos. Al principio de los tiempos se mostraba bajo la forma de una madre cariñosa, engalanada por los más divertidos y extravagantes disfraces, exuberante de colores y olores exóticos. La llegada de un iracundo padrastro al reino le obligó a cambiar de guisa. Pronto eligió nuevas formas de presentarse ante la audiencia, entre ellas, las de esos seres marinos y poco inocentes: las rusalkas o, como les dicen en Occidente, las sirenas.

Esta narración interrumpida podría ser un familiar comienzo de un cuento de hadas tradicional. Incluso uno de los tantos que escribía Catalina la Grande a sus nietos. Y, sin embargo, se trata del hilo temático de un nuevo libro, académico, destinado a engrosar la ya nutrida bibliografía proveniente de universidades americanas sobre ópera rusa: Bewitching Russian Opera de Inna Naroditskaya, profesora de la Universidad de Northwestern. Se trata cuatrocientas páginas en forma de gran ensayo, profundamente documentadas, que indagan sobre una trama que a algunos resultará sorprendente: cómo las emperatrices del siglo XVIII reaparecen en las óperas fantásticas de los mayores compositores rusos del siglo XIX: Glinka, Chaikovski, Dargomyzhski y Rimski-Kórsakov.

Dos partes bien diferenciadas y separadas por un “Intermezzo” hacen esto posible. La primera se centra en el reinado de las grandes zarinas del siglo XVIII: Catalina I, Isabel I y, sobre todo, dada la extensión de su mandato, Catalina II. La autora, colocando este periodo como punto de partida, destruye las bases sobre las que se ha construido la historia de la música rusa: usurpa el primer puesto del nacionalismo a Mijaíl Glinka y se lo asigna no sólo a una mujer, sino, sobre todo, a una poderosa y despótica emperatriz, en fuerte contradicción con la historiografía soviética tradicional, Catalina la Grande. Confirma así cómo la ilustre zarina, rivalizando con la Ilustración europea, no fue sólo responsable de promover las artes, sino que también es autora de libretos operísticos prolijamente descritos en argumento y estética. Su temática resultará enormemente familiar al aficionado de la ópera rusa: grandes coros gritando ¡Slava!, apariciones fantásticas o suntuosas ceremonias centradas en el estímulo sensitivo y visual.

Lo particular de este primer capítulo es su amplitud de miras, en una verdadera interdisciplinariedad que se detiene muy frecuentemente en el contexto artístico, literario, pero de manera particular en el histórico y social, demostrando haber asimilado, entre otros, los postulados de Richard Wortman (Scenarios of Power, 2000) sobre los mecanismos de poder que adoptan los soberanos rusos: hacerse los “extranjeros”, los “aparecidos” ¡los caídos del cielo!, justificando así su presencia en el trono y rodeándose de un fastuoso aparato cortesano en consonancia. El rol de la mujer en este contexto como “madre de la patria rusa”, y su omnipresencia velada como “hada buena” en las óperas que ella misma componía es un núcleo fundamental en una visión que se acerca, siempre de manera justificada, a los estudios de género. La perspectiva global de una época de la historia de la música rusa en gran parte olvidada constituye uno de los mayores méritos de la publicación.

Aun así, progresivamente y a través de un fuerte punto de inflexión, el “Intermezzo”, que constituye una buena introducción al contexto en el que nos sumergiremos a continuación, vamos abandonando este mundo de vivos y de las verdades asibles para adentrarnos en el análisis de cinco óperas que se adscriben a lo fantástico: Ruslán y Ludmila, Rusalka, Mlada, Sadkó y La dama de picas. En ellas el diálogo ya no se establece entre el contexto sociopolítico de la época y las óperas como en el capítulo anterior. El discurso se fundamenta en la animada conversación de la autora y la ingente bibliografía al respecto (Taruskin, Frolova-Walker, Gasparov), justificando ante los expertos, a través de un análisis literario y musical, cómo reaparecen en estas obras la figura de la emperatriz rusa y su floreciente época, condenada al olvido por Nicolás I y sus sucesores. Y así se enfocan las sucesivas apariciones femeninas, en progresiva decadencia moral, que se irán sucediendo en los ejemplos tomados. La literatura, un foco mayor sobre lo “femenino” y la psicología se convierten en las incursiones predominantes, descuidando quizás, en el campo de las artes, la escenografía, además de olvidar intencionadamente el contexto social que tan bien funcionaba en el primer capítulo. El enfoque favorece, sin embargo, el vuelo, el continuo repensar sobre unos ejemplos que demuestran que nunca podrán dejar de ser estudiados: una acumulación de ideas que estimula la creación de nuevas vías.

Sugerente, en una forma narrativa bien hilada y a base de historias dentro de historias (y uno en esto no puede dejar de pensar en las matrioskas rusas), Inna Naroditskaya transmite las esencias de la ópera rusa no sólo de manera directa. Y si no, qué mejor manera de entender el amor de los rusos por la dicotomía entre realidad y fantasía que la estructura que elige la autora para su propio libro: un primer capítulo histórico, que disuelve los tópicos y recoloca las cosas en su sitio presentado ante un segundo cuya continua asociación de ideas y un enfoque originalísimo (¡zarinas que resucitan en óperas escritas siglos más tarde!) permite abrir puertas, contraventanas y ventanas al pensamiento crítico.

Incluso, en un alarde de empatía con el sentido del drama ruso, tampoco cierra Inna Narodistkaya su libro, ni siquiera podría decirse que concluya el último capítulo. Oscurece progresivamente la última historia, la del crimen de la ópera de Chaikovski (La dama de picas) urdida a través de una maraña de incertidumbres acerca del asesino ¿de la propia Catalina y sus apariciones a finales de siglo?, como en las buenas novelas de detectives, aunque esta vez queda prácticamente sin resolver. Esta metáfora abraza también a todas las incógnitas que se han ido abriendo a lo largo del libro, especialmente en su última parte. Se abandona el cuento in medias res, desplegando el misterio para la siguiente Scheherezade que lo quiera recoger.

Cristina Aguilar

Publicado en febrero 2013

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