Entre el pianissimo y el fortissimo. Reapariciones y evocaciones de Felisberto Hernández

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Entre el pianissimo y el fortissimo

Reapariciones y evocaciones de Felisberto Hernández

Felisberto Hernández debió, seguro, preguntarse qué era él en realidad. Si pianista, si escritor, si marido o, quizá, algún combo de las tres cosas.

Dibujo la Cara B de Felisberto y le inscribo esas palabras en el busto que, a priori, me parecen cómicas. Ahora sólo me parecen cómicas si acaso a él le pudieran parecer cómicas.

***

Se me apareció Felisberto Hernández como se le aparece a uno un tío abuelo en una caja de fotos viejas. ¿Quién es ese? Tu tío abuelo, el de tales y cuales. ¿Quién es ese? Felisberto.

Felisberto, como ven, se aparece como un tío abuelo.

Fue de esta manera. Yo ilustraba artículos de Marcos Abal para Jot Down. Me lo mandaba y yo le hacía un dibujo. Luego se enviaban juntos a la revista y los publicaban más o menos como se requería. La verdad es que nunca nos supimos poner mucho de acuerdo sobre cómo habría de ser la fusión artículo-ilustración, texto-dibujo; nunca excepto en éste, en el de Felisberto. “Apariciones y desapariciones de Felisberto Hernández”. Ilustrando ese artículo se me apareció Felisberto; caja abierta y una foto con un muelle.

Marcos define a Felisberto, siempre sin salir del marco del artículo, de esta manera:

Felisberto Hernández fue un escritor y pianista uruguayo (más bien pianista y escritor) nacido en 1902. Entre la nada y lo clásico, o lo que será clásico.

Luego añadirá:

En su relato “El acomodador” escribe: “Yo sentía que toda mi vida era una cosa que los demás no comprenderían”.

Sus asuntos son raros, efectivamente. Italo Calvino, que también pone un prólogo en alguno de sus libros de cuentos dijo de él que era un escritor que no se parece a ninguno, “a ninguno de los europeos y a ninguno de los latinoamericanos”.

Se podría decir que lo que narra es el misterio puro, que se pasea tan normal por sus cuentos. Sí, todo lo puro es siempre demasiado puro. Puede que no sea tan puro. El misterio no es tanto si hay vida o no más allá de la luna, sino cómo es la vida más acá. Un misterio de andar por casa. Quizá un misterio sin salir de uno mismo.

En una carta, confiesa: Creo que mi especialidad está en escribir lo que no sé, pues no creo que solamente se deba escribir lo que se sabe”.

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Pasado un tiempo me encontré picoteando un volumen/recopilación de artículos –póstumos, si no recuerdo mal– de la felinísima Clarice Lispector. En una de las pequeñas píldoras de su metafísica cotidiana hablaba sin embargo de algo muy carnal: un pianista. No voy a decir, pasándome de no saber qué me digo, que un pianista es lo más carnal que se le pueda ocurrir a uno. Pero sí diré que es algo bastante carnal.

Fui a clases de piano pero mi tímpano o mi martillo siempre han sido nihilistas terribles, por lo que destrozaban todo ritmo que pudiese llegar a mí, cualquier cadencia que entrase por allí se convertía en esquirlas. Lo dejé, aunque soporté un par de años que me han costado arrugas en el ceño, fruncido siempre como una máscara.

Mi hermana lo toca ahora, obligada por tocar el saxofón en algún grado que seguro vosotros sabréis y yo desconozco; supongo que toca bien aunque no podría asegurarlo. Ya sabéis lo de mi nihilismo.

Recuerdo dos primos míos, hermanos entre sí, mayores que yo. Siempre parecía, a pesar de tener oficialmente el mismo nivel, que uno tocaba mejor que el otro. Era una cosa rara, romántica, que yo creo que se proyectaba en un ligero culebreo del coxis del mejor. Como siempre, lo definitivo es la pose. Es una broma.

***

Dije:

Pasado un tiempo me encontré picoteando un volumen-recopilación de artículos –póstumos, si no recuerdo mal– de la felina circunstancial Clarice Lispector.

En una de sus pequeñas píldoras de su cotidiana metafísica, hablaba de algo muy carnal: un pianista. No voy a decir, pasándome de no saber qué me digo, que un pianista es lo más carnal que se le pueda ocurrir a alguien., pero sí es algo bastante carnal.”

Era bajo y delgado, andaba con un paso leve como si el cuerpo no lo perturbara. La joven de la portería de la pensión de Catete, transportada en éxtasis, dijo de él: “¡El maravilloso poder de expresar sus sentimientos por la música!” Él tocaba de noche, cuando los huéspedes dejaban más vacío el salón. Debía de haber tocado en tiempos idos razonablemente bien, en cuanto a la técnica. En cuanto a “sus sentimientos” no podían expresarse por la música más que en dos variantes primarias: o el pianissimo, o el fortissimo. Pasaba de uno a otro sin aviso, lo que en verdad expresaba los sentimientos primarios de la joven de la portería. En cuanto a los suyos propios, tal vez esas dos únicas variaciones indicaran sólo una gama pobre o monótona de emociones. Aun en cuanto a su físico, su traje llegó por error a otro cuarto, fue como si todo él estuviera colgado del perchero –un hombro más alto que el otro, hombros que no eran estrechos sino de algún modo discretos o tímidos. No fue difícil adivinar que el traje no era suyo. “¿Del extranjero?”, preguntaron. “¿Es extranjero?”, retrucaron con una pregunta. No lo era. Olvidé decir que parecía albino. Y era miope: de ahí, tal vez, indirectamente, sólo poder tocar pianissimo o fortissimo, como si sólo con el contraste brutal él viera. Yo lo conocí, y fue un hombre que casi se mató. Pero no se mató. Tal vez había encontrado un término medio entre pianissimo y fortissimo. Como la mayoría de las personas.”

No pude no acordarme de Felisberto cuando lo leí, instintivamente. Como si caminase Felisberto por el linde del texto, distraído por las sangrías, a pesar de que este pianista no se parezca al pianista Felisberto, o al literato Felisberto, porque al Felisberto pianista nunca he llegado a escucharle, ni sé si se podrá de alguna manera. Al menos, de haberla, la desconozco.

También me acordé de mi hermana, que es miope. Pero no sé, creo que poco miope.

Me acuerdo ahora de una cita –de la existencia de tal cita, ahora la buscaré– que leí vagabundeando por internet, en uno de los comentarios de un blog que se quería de cine. La cita era de Alain Bergala, que resulta ser una eminencia en crítica y ensayo sobre cine. Incluso ha dirigido algunas películas. Incluso ha dirigido los Cahiers.

Muy pocas veces he oído evocar otro peligro, que sin embargo puede provocar estragos más profundos y más durables: el de la mediocridad o nulidad artísticas. Hay algo peor que las películas malas, son las películas mediocres. La escuela se preocupa de buen grado de las películas malas que podrían tener una repercusión negativa en los niños, pero nunca de los estragos que causa la mediocridad. La mediocridad, sin embargo, es de largo el peligro más extendido.”

Quizás tenga razón. Que el artista se basta a sí mismo, vale, pero si es mediocre es peor que trece guerras alternas. Pero es muy cruel porque si nadie crease él no tendría trabajo, excepto el hacerse críticas a sí mismo, de sus películas, a las que se pondría pegas condescendientes, en la caída personal adentro de una espiral áurea. Esta clase de onanismo yo la he visto por los descampados de este mundo, pero suele hacerse con la mano de un amigo, en una suerte de pulso infinito. Por eso me da pena el pianista de la Lispector, contrahecho, que dicen los canarios, separado de su talento, al que mira Felisberto desde la ribera del texto impreso.

Pena, sí, pero, a decir verdad, nunca le compraría yo un disco.

***

He visto El apartamento, el de Billy Wilder, y no me ha gustado nada. Lo he revisitado hace poco, y no. No puedo con él. No le culpo, quiero decir, bien sé ver que es bueno. Será cosa mía, que ya sólo me muevo entre el pianissimo y el fortissimo. Probablemente me habrá dado un aire, el viento del ala de la imbecilidad, que decía Baudelaire, con este mayo tan anacrónico.

Pero lo que sí me gusta es la figura del pianista de esa película. El pianista del garito ese exótico, como un resort evocador de fantasías de bambú, de palafitos, a la manera curiosa de las tascas gallegas que hay por Madrid, con un tejadillo dentro y mucho pote colgando, rodeados por fotos aleatorias de pueblos norteños. Random, que se dice. Palafito de bambú y cócteles al que va la amante con el jefe.

El pianista residente; mismo pianista que luego habrá de grabar un disco que aparece, con esa tipografía de bambú tan reaccionaria, como aparece una cucaracha, al lado del tocadiscos de Jack Lemmon, indeseable, moviendo las antenas como bailaban antes las chicas, frenéticas, en fiestas en piscinas o en casas con piscinas, entre los sesentas y los setentas. Supongo que esta es la imagen del pianista que yo tengo, sin duda por no haberme encontrado con ninguno, excepto a Felisberto cuando se me apareció; él, que en su última época iba observando que cada vez escribo mejor, lástima que cada vez me vaya peor.

Héctor Quintela

Ilustración: Héctor Quintela

Publicado en junio 2012

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