Hell on Wheels. Sinfonía del nuevo mundo, de A.  Dvorák

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Hell on Wheels

Sinfonía del nuevo mundo, de A.  Dvorák

“Dvorák en Pyongyang y otros problemas: la musicología en la sociedad contemporánea”, es un artículo de Lawrence Kramer publicado en español por la Revista Transcultural de Música1 . El título hace referencia a un concierto verdaderamente singular que la Orquesta Filarmónica de New York, dirigida por Loren Maazel, ofreció en la capital de Corea del Norte en febrero de 2008. El programa consistió en la Sinfonía del Nuevo Mundo de Antonin  Dvorák, Un americano en París de George Gershwin y la obertura Candide de Leonard Bernstein. Como puede apreciarse, los asesores de la administración Bush, ante la invitación del gobierno coreano, optaron por un repertorio a priori, genuinamente americano2 .

En relación al artículo de Kramer esa elección resultaba fundamental, ya que una de las tesis del texto es que la música adquiere nuevos significados en función de los diferentes contextos. Por señalar un ejemplo ilustrativo de esta última idea, resulta evidente que el hecho de que en la primera ceremonia de la presidencia de Barack Obama cantara la reina del soul, Aretha Franklin, no sólo era importante por tratarse de una gran cantante, sino por ser una artista de color que en dicho acontecimiento se convirtió en todo un símbolo de la lucha afroamericana para acabar con la segregación en Estados Unidos.

Pero volviendo a Pyongyang, no sería lógico pensar que la música del programa del concierto carecía de potencial político. Con respecto a la Sinfonía del Nuevo Mundo, según Kramer, “Loren Maazel […] se limitó a decir que la misma orquesta la estrenó en 1893 y contenía una melodía tradicional de los indios estadounidenses. La afirmación sobre esta melodía parece no ser cierta, pero desde la perspectiva norcoreana, o de lo que se supone que debería ser su mirada, es todavía mejor que cierta. Los oyentes aprendieron a considerar la música como una expresión de devoción al estado. Por encima de todo, la anotación de Maazel habría constituido una invitación para escuchar poca cosa más que esta melodía tradicional y asentir con la cabeza. Para los estadounidenses parece que también la música era, por encima de todo, un medio por el que el estado se podría ver glorificado”.

Las observaciones de Kramer sobre la sinfonía de Dvorák y su puesta en escena en Pyongang suponen una interpretación subjetiva de la música y del evento, aunque  siempre se trata de una hermenéutica basada en un pleno conocimiento de la música en cuestión y de situaciones contextuales. Kramer sugiere que las melodías de  Dvorák reflejan la individualidad, libertad y ansia de movimiento hacia lo desconocido, la “frontera”, valores todos ellos, muy bien reflejados en la serie Hell on Wheels (Infierno sobre ruedas)3

 y concepto que pudiera extrapolarse a la frontera política que separa un estado como el coreano de un país que se considera a sí mismo como uno de los estandartes mundiales del sistema democrático.

Por otro lado, Kramer sugiere que la orquesta actúa en la obra como una fuerza impersonal que frena la consistencia de esas melodías. Quizá, uno de los ejemplos que mejor puede ilustrar esta idea es el maravilloso largo del segundo movimiento entonado por el corno inglés con una melodía pentatónica que brilla por encima de toda la orquesta. Y por último, Kramer observa “una celebración de este potaje que representar el destino del Nuevo Mundo en términos que a veces son utópicos y a veces trágicos, pero siempre basado en el intercambio musical de las gentes de Norteamérica: europeos, indios y africanos”, y si nos remitiéramos a Hell on Wheels, también chinos, por su importante labor en la construcción del ferrocarril. No cabe duda de que la música de  Dvorák tiene mucho más de la tradición centroeuropea que de las otras fuentes, pero el propio compositor contribuyó a forjar la idea de que se trataba de una música americana. Su ligero “potaje” es un signo de la cultura americana desde finales del siglo XIX y se pueden encontrar casos muy diversos en este sentido. Como ejemplo, resulta interesante sumergirse en algunos ragtimes de Scott Joplin, como Bethena, y descubrir procedimientos de escritura y armonía que procedían de la música europea. Desde otro enfoque, este hecho nos coloca en la disyuntiva de cómo un hijo de esclavos consiguió alcanzar un grado de estilización en la composición musical tan relevante. La lista de ejemplos podría extenderse, pero de alguna manera todos ellos nos conducirían a Obama, que representó en parte el largo camino de Estados Unidos hacia una situación de normalidad de todo ese “potaje racial”, mientras que ni la diversidad racial ni la defensa de los derechos individuales encaja en el régimen de Corea del Norte.

Volviendo a su texto, para Kramer no importan tanto las respuestas, sino las preguntas sobre la posición que puede generar la música en el mundo actual. Por lo tanto, no podemos saber si todo esto vio la luz en Pyongyang, es decir, si el público coreano percibió y entendió el concierto como un discurso identitario con el objeto de glorificar al Estado Norteamericano. Kramer ofrece una doble respuesta al interrogante:“Sólo podemos asumir que, si esto hubiera ocurrido, el estado norcoreano lo hubiera desaprobado”. Pero también que las autoridades coreanas hicieran una lectura diferente: “los músicos de la orquesta se mueven todos a la vez y siguen la batuta del director, tal como se podría seguir al líder Kim Jong II” (aunque esta perspectiva pudo romperse con la interpretación sin director de la obertura Candide de Bernstein, metáfora de una democracia en acción).

No hace mucho, el régimen comunista de Corea del Norte, al margen de alardes de desfiles militares que recuerdan a otra época, intentaba abrirse paso a la comunidad internacional a través de los juegos olímpicos de invierno celebrados en Pieonchang. Con otro líder diferente al de 2008, Kim Jong-un, utilizó en este caso la vía del deporte como signo de identidad, pero también como un vehículo que permite traspasar los protocolos diplomáticos allí donde no los hay. Hace ya tiempo que la Antropología ha mostrado en muchas ocasiones la trascendencia colectiva que tienen algunos deportes y acontecimientos musicales. Probablemente, uno de los mejores ejemplos, ya histórico, que une ambas manifestaciones en Pro de una misma identidad lo encontramos en el himno actual de Sudáfrica, de nuevo un país con una terrible historia segregacionista. Nicholas Cook lo citó en su trabajo  traducido al español como De Madonna al canto gregoriano para enfatizar la capacidad simbólica de la música y, por su parte, Clint Eastwood  centró todo el drama de su film Invictus (2009) sobre la necesidad que sintió el presidente Nelson Mandela de tener un himno que uniera a los negros y blancos de Sudáfrica en torno a la Copa Mundial de Rugby de 1995.

Y algunos dirán que sólo se trata de Música

Marcos Andrés Vierge

1 Kramer, Lawrence. “Dvorák en Pyongyang y otros problemas: la musicología en la sociedad contemporánea”. Trans. Revista Transcultural de Música [en línea] 2008, (julio-Sin mes): [Fecha de consulta: 12 de febrero de 2018]. Disponible en:<http://www.redalyc.org/articulo.oa?id=82201214> . En adelante, las citas entre comillas serán del texto citado, por lo que para aligerar la lectura y dado que se encuentra en línea, no se considera necesario la recurrencia de citas.

2 Puede verse todo lo relacionado con dicho acontecimiento en el documental: Americans in Pyongyang, [Fecha de consulta: 7 de mayo de 2018]. Disponible en <http://youtu.be/pvzn8V7KtyI>

3  Serie creada y producida por Joe y Tony Gayton. Los acontecimientos de la serie se producen en torno a la construcción del Primer ferrocarril transcontinental de Estados Unidos.

Publicado en nº 33 de 2017

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