Ian Bostridge o la melancholia

 

Crítica
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Ian Bostridge o la melancholia

Dichterliebe para tenor solo

CNDM, XXI Ciclo de Lied. Recital V. Lieder con alma de escritor. Obras de Franz Liszt, Richard Strauss y Robert Schumann. Ian Bostridge (tenor), Julius Drake (piano). Madrid, Teatro de la Zarzuela. Lunes, 16 de febrero de 2015.

Los habituales de la temporada musical madrileña se preparan para experimentar una suerte de rito extático cuando se aproxima la fecha de algún concierto del tenor inglés Ian Bostridge, puesto que resulta una oferta altamente interesante en el panorama capitalino; no sólo por su aclamada fama y por su elevado número de grabaciones, sino porque indudablemente Ian Bostridge es un gran artista. Creo que para poder disfrutar de un concierto con una relativa autonomía de criterios auditivos es preciso tomar cierta distancia con respecto a los dictados de las discográficas, que muchas veces sólo están interesadas en publicitar masivamente a sus artistas, inoculando al público la idea de que es imposible añadir matices o criticar de forma constructiva a sus protégés por el mero hecho de poseer un escudo de discos técnicamente impecables.

Remarco esto porque intentaré basar mi crítica en lo que oí y no en lo que se vendió previamente; una diferencia bastante interesante que no suele ser contemplada por la crítica musical de nuestro país, y que afecta directamente al caso que nos ocupa, puesto que el célebre pianista Julius Drake, que acompañaba como tantas otras ocasiones a Bostridge, se lució bien poco a lo largo de la velada pese a su brillante currículum. Bastante anodino en su lectura (a pesar de que su solvencia técnica le permitió alcanzar a tocar todas y cada una de las notas), resultó casi una caricatura de un oficinista de horarios cuadriculados en sus costumbres; con los mismos horarios de descanso y comidas de ingredientes eternamente repetidos. Sus estrictos tempi no se adecuaban a la libre expresividad del cantante o de la propia música, y a este desajuste tan poco orgánico se sumaba un toque poco logrado al teclado por su brusquedad, con lo que ninguno de sus finales invitó a nuevos comienzos.

Al contrario que su compañero, Bostridge realizó una labor magnífica. Por una parte dio sobrada cuenta de su variada paleta de recursos, al mostrar sus habilidades técnicas en el manejo del vibrato (con criterio y verdadera libertad), su gran potencia acústica (sin aparentar apenas esfuerzo, con una técnica muy cercana a la voce di gola), o su capacidad para establecer vínculos con el público en un permanente juego de dramatización (posible gracias a su buena memoria) donde casi simulaba que el Teatro no era más que un salón decimonónico en la casa de unos buenos amigos melómanos. Asimismo, su impronta personal también se pudo entrever en la elección del programa, muy en su línea habitual de revivificar grandes clásicos aportando conjuntamente un repertorio inusual para el público madrileño, como sucedió el año pasado con sus mezcolanzas de Dowland y Britten.

En esta ocasión el cóctel era también bastante inquietante, puesto que contrapuso a Liszt y a Schumann (que desgarraban las vísceras con armonías retorcidamente sublimes hablando de la fuerza del amor y sus lamentos y quereres desgranando su dolor como gotas de vetusto perfume de Colonia) con un Strauss algo cínico y vengativo pero que fue una dosis de buen humor muy de agradecer, ya que logró arrancar sonrisas con sus chistes sobre editores musicales varios.

En definitiva (y a pesar de los aspectos negativos que ya hemos comentado), la soirée del CNDM transcurrió con una sencilla naturalidad alcanzable para todos los presentes gracias a la fluidez del tenor. Tengo la intuición de que Bostridge encontró, en alguna de sus polvorientas investigaciones oxonienses en el tema de la brujería, parte de la receta para recrear la quintaesencia del canto hipnótico de las sirenas. Desde luego, al escucharle me viene a la mente cierto poema de ese libro tan musical que es Desolación de la Quimera, en el que Cernuda nos habla del encanto en el canto de la sirena envejecida, que surge tristemente de las aguas para embeber el espíritu de los afortunados que logran oírla. Al final, Cernuda se pregunta, antes de pasar a rendir homenaje a Rimbaud y a Verlaine, si es posible que una sola canción pueda cambiar enteramente una vida. Cuando escuchas a alguien como Bostridge, ebrio de melancholia schubertiana en medio de nuestras junglas de premura y cultura sin mapas, te empiezas a plantear que la respuesta quizá pueda ser afirmativa.

Pablo Tejedor Gutiérrez

Fotografía: https://d1rde5anzutevo.cloudfront.net/catalog-25/Strauss%20Sharp%20caricature.jpg y http://www.andante.com.tr/upload/images/IanBostridge_SimonFowler.jpg

Publicado en abril 2015

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