Resonancia magnética

Ensayo
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Resonancia magnética

un, dos, tres Beethoven

 

Arthur Rubinstein Ludwig Van Beethoven. 1964. Sony BMG Music Enterteinment.

Glenn Gould Beethoven, sonatas for piano nº 8-10, op. 13 Pathétique, op. 14 nº1-2. 1967. Sony BMG Music Enterteinment.

Daniel Barenboim Piano Sonatas nº 8, 14&23. 1967, EMI Records

La mera grabación de la Sonata Patética de Beethoven constituye un desafío para el intérprete comparable a la participación en unas Olimpiadas o a la traducción de los Sonetos de Shakespeare. Lo que hace aún más especial a la obra es que a través de su grabación uno queda registrado para siempre, no sólo sumando su nombre y apellido a los anales de la historia, sino también el color de los ojos, número de pie y hasta la organización ósea… un auténtico TAC de la estructura interna. Tal es la capacidad que tiene la obra de Beethoven de absorber el pathos del intérprete y amplificarlo.

Es por este motivo que la interpretación de tres autores, dos de ellos con rasgos de la escuela alemana y rusa, Daniel Barenboim y Arthur Rubinstein, y otro formado en Canadá, Glenn Gould, en fechas cercanas (1967, 1964 y de nuevo 1967) resultan tan radicalmente distintas, y personales.

Una de las cualidades más íntimas del ser humano es el pulso, que da lugar a distintos caracteres: vulnerables, nerviosos, apacibles, lacónicos… Daniel Barenboim, como buen director de orquesta, demuestra ser sin duda el más versátil en este sentido. Con una complexión inhumana, camaleónica, cambia su fisionomía según las indicaciones del texto de la partitura: grave, alegre con moto, cantable…., y todo ello en cortos espacios de tiempo, mutando con una inmediatez que sobrecoge. Se erige como maestro de los contrastes por secciones y ya en los primeros compases de la introducción moldea el sonido a través de drásticos cambios de intensidad desde un tempo lento, que acumula, en su tensión, las expectativas que genera el enigma de su futura metamorfosis.

Otros, como Rubinstein, mantienen su propia identidad, pero transforman la idiosincrasia de la obra, modulando hacia sentimientos originalmente no previstos. Es un ejemplo de ello la ralentización del segundo tema del primer movimiento, violando la indicación de Beethoven: Allegro con brio, con la finalidad de una aceleración progresiva que se dirige hacia el final. A diferencia de Barenboim, Rubinstein no busca la diferenciación de las secciones por contraste, sino la exploración de un gran universo sonoro, un todo; una versión global, mastodóntica. Además, las capacidades expresivas de Rubinstein en el diástole, la dilatación del pulso, como demuestra la interpretación del Adagio cantabile, le han granjeado su fama de “hacer cantar al piano”.

Glenn Gould también transmite vida al teclado, pero es la suya, su misma personalidad: hiperactiva, incesante, racional, matemática, que lleva a la sonata a unos límites de velocidad insospechados. Es el que proporciona más datos sobre este aspecto fisiológico de su cuerpo, las pulsaciones, incorporando una concepción de la música como algo mecánico: activación y desactivación del movimiento. De ahí deriva su especial rallentando, usado casi como carrerilla para tomar impulso en el despliegue del movimiento quiere agilizar. Su sístole, o movimiento por contracción, no se corresponde con los rasgos sentimentaloides impuestos por lo romántico. Al fin y al cabo, el Romanticismo, y bien lo demuestra Glenn Gould, es la expresión del propio carácter, no el ajeno.

Una vez estudiado el pulso, impulso inconsciente que condiciona la fisionomía del artista y por tanto de la obra en cuestión, centrémonos en las capacidades de expresión elegidas de manera deliberada por los mismos autores. El don de hacer cantar a las teclas ya se ha observado que tiene su máxima representación en el dominio melódico y tímbrico de Arthur Rubinstein, sobresaliendo el modo en que el acompañamiento, en las partes más cantables, constituye apenas un murmullo para delegar el poder emotivo en la melodía, ágil, graciosa. Su fraseo se sirve del ritardando con el propósito de prolongar la agonía de la tensión que antecede a la resolución de un acorde en los finales de frase. Este instante, de hecho, produce el mismo efecto que la recreación expresiva de una consonante y la resolución de las turbulencias fonéticas en la impecable vocal que se desencadena. Destellos sonoros que dan al piano de Rubinstein un tipo de expresividad vocal muy emotiva, humana, que casa muy bien con la escritura de Beethoven.

Careciendo el común de los mortales de esta capacidad ultraterrenal de dar vida a lo inerte, para transmitir con eficacia un mensaje nos servimos de distintos recursos: en el habla se puede utilizar un tono de voz más alto o más bajo, en la vida diaria vestir zapatos de tacón o un chaqué elegante. Pero también el llevar combinaciones de colores extravagantes o pelucas dieciochescas produce sorpresa en el público. Esta última alternativa es precisamente por la que opta Glenn Gould, quien casi se diría que llega a disfrazar el piano romántico con los atributos del clave de Bach. Por ello, lucha contra las leyes naturales de la melodía acompañada para que la línea del bajo se oiga, situándola en un plano sonoro similar al de la melodía principal hasta en la parte más lírica de la composición: el inicio del segundo movimiento. La importancia que se le imprime al picado en la obra está muy relacionada con este disfraz barroco, concibiendo cada sonido como algo individual, también presente en el tercer movimiento y sin perder su brillantez entre el maremágnum de la velocidad de espanto que adquieren sus dedos, en una concepción matemática del tempo también ligada al XVIII. Lo más sorprendente de su interpretación es que una voz más se añade al contrapunto de voces: la suya propia, que canturrea mientras toca añadiendo un susurro que hace de la sonata algo todavía más orgánico.

Barenboim, sin embargo, utiliza el acompañamiento como recurso orquestal, explotando un tipo de dinámica por densidad de textura. En los momentos donde es necesaria más energía, debido a la presencia de un fortissimo, Barenboim lo empieza de una manera muy eficaz desde las líneas del bajo (primer tema del primer movimiento, entre otros), como si a su disposición tuviera toda la sección de cuerdas –chelos y contrabajos sobre todo– en la orquesta. No se viste de redingote como Gould, sino que se disfraza de blanco y negro: técnicamente destaca por la simbiosis con el piano antes mencionada, por la que tiende a no separar las manos del teclado, a transformarse con él en los distintos instrumentos de la orquesta. A la voluntad de no despegarse del piano se debe la importancia del legato en la obra, eludiendo la mayoría de los picados. Sin embargo, eso no le impide atacar con energía, golpear con fuerza a su compañero de aventuras, la sensación que mejor se transmite en su interpretación.

Una vez, otra, la última… sacude nuestro tímpano el romanticismo personal, casi vulgar en su penetración, de Beethoven, representado en las manos de tres pianistas en cuya simbiosis con la obra parecen no distinguir qué es suyo, y qué del genio. Una entonación rige la obra, el acorde de do menor, y se amplifica en la caja de resonancia, magnética, atrayente, de la complexión de cada uno de ellos: orquestal en Daniel Barenboim, en contrapunto de voces por Glenn Gould y las inflexiones del lirismo musical de Arthur Rubinstein.

Cristina Aguilar

Artículo publicado originalmente en Jugar con fuego. Revista de musicología

Archivo histórico: entre febrero 2011 y enero 2012

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