Vértigo desde las alturas del Requiem de Verdi

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Vértigo

desde las alturas del Requiem de Verdi

 

Requiem, Giuseppe Verdi. Auditorio Nacional, Sala Sinfónica, 20 mayo 2011. XV Ciclo Complutense. Orquesta y coro del Teatro Regio de Turín, Dir.: Gianandrea Noseda, Dir. del coro: Claudio Fenoglio. Solistas: Tamar Iveri, Daniela Barcellona, Maksim Aksenov, Ildar Abdrazakov.

En algunos conciertos a veces ocurre una cosa curiosa: que uno sale mareado. El desconcierto, en el peor de los casos, puede ser consecuencia de un sube y baja de sonidos inconexos –efecto “tenis”–, o del molesto martilleo de acentos a destiempo, asesinos de la frase musical. El vértigo, si bien no mucho más reconfortante, es una conmoción que sólo aparece cuando una obra alcanza la altura que merece. Y equipado con esta versión del Requiem de Verdi uno se llega a sentir como Hillary escalando el Everest.

Potentísimas fueron las herramientas de las que se sirvió la orquesta y el coro del Teatro Regio de Turín para coronar la cima. Una de ellas, el peso del sonido –enfatizado por la firmeza de contrabajos y chelos–, y la otra, la compactación o el empaste; cualidades dignas de montañosos riscos en las que tampoco se olvidaba el atractivo de las irregularidades de la piedra, permitiendo a flautas, fagots o trompas una expresión cristalina, del mismo modo que la partícula reclama su presencia en una roca sedimentaria. Bajo las órdenes del ciclónico brazo –por lo implacable– de Gianandrea Noseda, instrumentistas, cantantes y público presenciaban ya desde los primeros compases una dilatación controlada de la música, en la que cada crescendo, cada pianissimo o cada golpe de trompeta provenían de una concepción orgánica, casi alpina, nacida de las entrañas de la tierra, en la que el origen último de cada sonido se intuye del mismo modo que la vista del horizonte del mar sugiere, desde su infinito, el arranque del temblor de las olas que se estrellan o acarician suavemente la orilla. Uno admira –y teme– las alturas cómodamente desde su arnés, seguro de la firmeza subyacente.

Acorde a la densidad de la orquesta estuvo la voz de la mezzosoprano Daniela Barcellona, que ascendía y descendía dejando intacto ese cuerpo, casi mórbido, táctil, que enriquece su voz. Más flexible y –dentro de la categoría de lo lírico-ligero– fue el timbre de la soprano Tamar Iveri, cuya liviandad en este caso no constituyó un impedimento para que se encaramara a las peñascosas alturas del Requiem, permitiéndole matizar los graves desde las profundidades abismales y susurrar en las subidas y bajadas de las messe di voce de los agudos, que sin embargo resultaron algo tirantes, mal guarnecidos, cuando se lanzaban con el impulso dramático que también exige este papel. Aún más tensos lo fueron en labios del tenor Maksim Aksenov, obligado a realizar las abruptas elevaciones mediante imprecisos escaloncitos vocales sin los que su voz –más adecuada para otro tipo de repertorio– no alcanzaba la afinación y potencia debidas. El bajo Abdrazakov coronó victoriosamente los difíciles niveles de altura de su papel.

Violentas pero firmes escaladas (Dies Irae), oscuros precipicios sonoros (Requiem), grutas de reflexión y recogimiento (Recordare). Una música que contiene el drama –y el lirismo– de la súplica que siempre acompaña al miedo a la muerte. Y es que –perfectamente entendido por Gianandrea Noseda y tal como advierte Víctor Sánchez en sus notas al programa– en una época en la que todavía no existían los aviones ¿qué mayor satisfacción para el antirreligioso de Verdi que arañar los cielos escalando la montaña?

Cristina Aguilar

Artículo publicado originalmente en Jugar con fuego. Revista de musicología

Archivo histórico: entre febrero 2011 y enero 2012

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