El elogio del simbolismo. La Pasión según San Mateo de Marc Minkowski

Crítica
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El elogio del simbolismo

La Pasión según San Mateo dirigida por Minkowski

Juventudes Musicales de Madrid. Concierto nº 12. La Pasión según San Mateo, de Johann Sebastian Bach: R. Solberg (soprano), D. Galou (alto), E. Warnier (soprano), M. Brutscher (tenor – “Evangelista”), O. Willets (contraternor), C. Immler (bajo – “Jesús”), B. Arnould (bajo). Les Musiciens du Louvre-Grenoble. Marc Minkowski. Auditorio Nacional, 28 de marzo de 2012.

Una buena definición de obra clásica sería aquella que no entra nunca a formar parte del conjunto de piezas que ha de abandonar temporalmente las salas de conciertos por agotamiento del personal o abulia en el oyente. Aquellas que no precisan de renovaciones ni descansos en la memoria selectiva del público. Esta Pasión forma parte de ese selecto grupo de partituras que no creo superen la decena. Desde que tengo uso de razón o simulacros de ella, siempre ha habido en las grandes salas una presencia masiva de las pasiones de Bach en Pascua; bien es cierto que más la de San Mateo que la de San Juan, en una especie de ranking de cualidades que nunca he logrado entender del todo, como si la Pasión según San Juan fuese la hermanita pequeña de la de San Mateo.

Tampoco recuerdo en todo este tiempo pasión que marcara más la teatralidad y la visión simbólica que la que dirigiera Marc Minkowski en el Auditorio Nacional dentro del ciclo de las Juventudes Musicales. No es nada nuevo en el director francés, me dirán, pero la duda real recaía en si esa teatralidad se ajustaba a una música de una intensidad de tan alto peso específico como ésta. Pues la duda nos duró poco: desde la primera nota se entendió su apuesta por recrear las atmósferas más macilentas, su búsqueda de los elementos capaces de hacer manar la oscuridad del escenario hacia las butacas. La obra empezó con el sonido del fatum, de la tragedia clásica que cala hasta los huesos y se predice a sí misma, marcado por el pulso en fortísimo de contrabajos y chelo. No hubo tampoco incertidumbre: la música sabía a muerte nítida desde casi cualquier ángulo, como por ejemplo en el juego retórico de la orquesta simulando el manar de la sangre de una herida con los versos Blute nur, du liebes Herz! (“¡Sangra, querido corazón!”). Aquí no aplica esa ley musical no escrita en que la muerte de Cristo es tratada durante la obra como un imprevisto, como algo increíble, una barbarie. La bella parábola de la Crónica de una muerte anunciada, donde sensación y premonición se divorcian, tampoco aplica. La crucifixión ocurre desde el minuto uno, hay una correspondencia unívoca entre palabra y hecho. Es imposible escapar del drama.

No vamos a entrar en esta reseña ni en la pertinencia del OVPP (una voz por parte, en el inglés original) en una obra como ésta ni en la interpretación del famoso “breve pero muy necesario bosquejo de una música de iglesia bien reglada, junto con algunas ideas sobre la decadencia de la misma” que desató dicho movimiento. La presencia de una docena de cantantes (Coro I, Coro II y Ripieno) no es más que la perseverancia de un modelo estético que Minkowski ya aplicó en su grabación de la Misa en si menor, con sus ventajas e inconvenientes. Entre las primeras, el retomado protagonismo orquestal, que aporta atmósfera y profundidad de relieves; entre los segundos, la cierta anemia de los coros que precisaban de rabia y turba encendida para expresarse, como en el número con coro Herr, bin ich’s? (“Señor, ¿acaso seré yo?”). Dentro de los solistas tuvimos un poco de todo, desde un Cristo muy poco emotivo, sin la humanidad que se le suele dar al papel, hasta un portentoso Evangelista, matizado, de una sensibilidad prosódica tan sorprendente que hizo que el director francés acallara en un par de ocasiones a la orquesta para dejar a Brutscher fragmentos “a solo”. Los números a coro fluyeron con empaste y belleza contenida (impagable la ternura del O Haupt voll Blut und Wunden o el crispado Barrabam!) aprovechando la claridad propia de un formato coral tan reducido.

El resto fueron capacidades teatrales: los arcos que atacan por oleadas en el terremoto tras la muerte de Cristo; el coro que resuella sin aire cuando habla de la pesada cruz y el lento arrastre en la articulación de la viola de gamba como alegoría de este cansancio; la cuerda reproduciendo los azotes y las heridas del via crucis. El detalle de todos y cada uno de los símbolos desparramados por la partitura nos llevaría demasiado tiempo, pero habría que reseñar el minuto de silencio absoluto que impuso el director tras la muerte en la cruz, mandando callar a las toses, los caramelos anti-tos y a las moscas si las hubiera. Fue sobrecogedor.

Querría, en cualquier caso, dedicar un penúltimo párrafo a la magnífica orquesta de Les Musiciens du Louvre-Grenoble. Pocas orquestas hoy día pueden realizar las sutilezas técnicas y también conceptuales que Marc Minkowski les exige. Por poner un ejemplo locuaz, durante buena parte de la obra la orquesta consiguió transmitir toda la confusión y rabia de los que injurian a Cristo retrasando casi imperceptiblemente a la sección de cuerdas y haciendo a todos los vientos respirar al mismo tiempo. Es una forma de demostrar el error y la confusión de la multitud mediante sensaciones, de verbalizar instrumentalmente el “Padre, perdónales porque no saben lo que hacen”.

Max Reger trataba la música de Bach como un remedio para compositores y músicos enfermos de lo que él llamaba “un Wagner mal entendido”. Me quedo sólo con la primera parte, Bach como cura, como remedio para lo oscuro de cada cual. El público aplaudió con ganas pero sin excesos, y no ha de malinterpretarse este gesto. Hay ocasiones en las que el silencio es infinitamente más elocuente que el alboroto. Jalear o aplaudir sería, simple y llanamente, un modo de estropear una noche de profundas bellezas.

Mario Muñoz Carrasco

Publicado en mayo 2012

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