Recobrar la memoria a la luz de las velas

Crítica
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Recobrar la memoria a la luz de las velas

Una oportunidad para la música española desde el Museo del Romanticismo

Manuel Manrique de Lara, Cuarteto en mi bemol mayor, “en estilo antiguo” (reestreno); Joaquín Turina, La oración del torero; Eduard Toldrá, Vistas al mar. Cuarteto Bécquer. Pablo Toledo (violín), Antonio Martín (violín), Alberto Tardajos (viola) y Álvaro Llorente (violonchelo). Museo del Romanticismo. Madrid, 4 de marzo de 2015.

Yo estoy contigo, aunque tú estés tan distante.

¡Tú estás cerca de mí!

El polvo que cubría algunas de las páginas que un día sonaron, con mayor o menor acierto, en el panorama de la música camerística de nuestro país ha sido al fin esparcido para dar luz y poner a prueba la insaciable y a la vez agotadora labor de búsqueda de músicos y musicólogos que, como Diana Díaz –reciente premio de la Sociedad Española de Musicología–, consiguen arrojar nuevos retos dirigidos tanto a intérpretes como al público, quienes juntos logran vivir la experiencia de devolver a la memoria perdida partituras que merecen llenar el tiempo y el espacio de más de una sala de conciertos.

Y es que, en esta ocasión, el escenario no podía lucir más resplandeciente, y en eso tenía mucho que ver la conjunción de dorados que destellaban rodeando la mirada de Isabel II quien, dotada de todo rígido privilegio, presidía el auditorio del Museo del Romanticismo y con él su oculta intimidad. Agotadas todas las sillas estilo imperio por un público más que respetuoso, no podía haber mejor ambiente de escucha para hacer sonar una música pareja a esta delicada atmósfera con perfume de otro tiempo.

Se agradece que la presencia de la musicología dé inicio al concierto al introducir breve y necesariamente al primer compositor ante la mirada vívida del espectador. De este modo, todos supieron que Manuel Manrique de Lara (1863-1929), aparte de comprometido militar, fue uno de los músicos más destacados de la vida cultural de su tiempo y, además de mencionar el corte clásico-romántico de la composición que se iba a escuchar, esta presentación consiguió despertar la curiosidad de más de uno entre los presentes. Un hecho que se hizo efectivo al citar, entre otros artistas, al mismo Goethe, quien al parecer sirvió de inspiración a través del tono ruinoso de unos versos que encabezan tanto este escrito como la partitura manuscrita del autor, según pude saber después en un ambiente más distendido.

Suena la música con más de cien años de letargo, todos los que han hecho falta para que Manrique de Lara volviera a ocupar un digno puesto y se desvelara del descanso al que estaba condenado. Los protagonistas de este concierto, junto con Diana Díaz, han realizado una tenaz tarea de recuperación del Cuarteto en mi bemol mayor, “en estilo antiguo” del compositor, aquel que seguiría los consejos de Ruperto Chapí y amaría a Wagner por encima de todas las cosas. El único, y a la vez inédito, el texto de cámara del músico ha sido reelaborado a partir del manuscrito que se conserva en la Biblioteca Nacional de España junto a todo su legado. La obra, que sonó por vez primera en 1905 por el Cuarteto Francés en el Teatro de la Princesa y había sido premiada anteriormente en un concurso destinado a creaciones del mismo género, resulta ser anterior a los ciclos camerísticos de su maestro Chapí, pues se remonta a 1893 según las investigaciones de la musicóloga mencionada. Con la responsabilidad latente de hacer sonar unas páginas en la que apenas hay precedentes a los que agarrarse, el Cuarteto Bécquer, íntegro en gestualidad, intentó comunicar un equilibrio formal propio del título que acompaña a la composición, y logró distinguir las frescas líneas disfrazadas entre el tejido contrapuntístico que traza el autor, fiel seguidor en este género de la concepción creativa de Haydn, Mozart o Beethoven. Con temas algo genéricos y otros más triviales, el pulcro sentido de diálogo entre los miembros del grupo hizo dar espontaneidad a momentos más escabrosos, sobre todo rítmicamente hablando, a la vez que hacía levantar la mirada del espectador en puntos de verdadera brillantez reservados para cada uno de los cuatro movimientos que componían la partitura. Los moldes clásicos se resquebrajan en el segundo, con una lectura algo más sosegada, quizá por la búsqueda en todo momento de una inherente expresividad en la escritura de cada uno de los instrumentos, que no harían sino inclinarse ante el título de Elegía (26-III-1827) –a la muerte de Beethoven– que inserta con abatimiento el creador en este punto de lánguida placidez. El conjunto, ávido por imaginar lo desconocido, se adentra en ese camino zigzagueante que es el del aprendizaje de lo que permanece oculto, adecuándose a un estilo y fraseo en el que se amontonan instantes de gran resolución junto a otros de mayor duda, que la acústica de la sala exterioriza sin remordimiento. Los ojos de los intérpretes se despegan del papel y procuran que la carga del estudio descanse ante todo en el entramado tímbrico, transportando el juego dinámico delicadamente entre cada uno de los instrumentos, que cuentan con un escenario en comunión con cada uno de sus códigos, de gran fortaleza visual. El arcaísmo del Scherzo se pliega al movimiento donde más licencias se permite el compositor, un Rondó Sonata que, con aires de grandeza, evoca designios de artistas más cercanos en el tiempo. La profusa densidad polifónica, junto a un trabado y casi enredado ritmo de fondo, le sirven para acercarse a Wagner –a quién si no–, insertando hasta el acorde de Tristán, según la conversación que seguiría a la conclusión del concierto. Una vez iniciados los aplausos se confirma que la ineludible energía empleada ha sido justa para devolver al repertorio una obra que el contexto madrileño de finales del siglo XIX había absorbido por completo.

Dispuestos a recibir una segunda parte más esparcida, la sala retoma el entusiasmo al saber que va a aproximarse a tendencias de rasgos nacionalistas explícitos, exentos en la longitud de la recepción precedente. Y como de poesía iba el asunto, la siguiente escucha no podía escapar de los tintes programáticos que bien explicaba el chelista de la agrupación, Álvaro Llorente, junto al resto de compañeros en el escenario. La Oración del torero, opus 34, de Joaquín Turina, tenía pase directo hacia los oídos de los oyentes al ser una de las partituras más interpretadas dentro de este género en la música española. Costumbrista y fuera de l’avant-garde, retrata una castiza escena de tauromaquia en la que el torero rinde cuentas ante el oratorio en el amargo desafío de jugarse la vida alrededor del ensordecedor bullicio popular que aclama su salida. Lejos de su originaria concepción como cuarteto de laúdes, la pieza transcurre libremente entre los cuatro instrumentos, que ayudan al espectador a imaginar cada cuadro al marcar con énfasis y, como era de esperar, las secciones más tradicionales de las volátiles secuencias patéticas que no hacen sino simular confrontación. Al final llega el silencio, en parte debido a un fallo al separar los movimientos internos en el diseño del programa, antes de que el público aclamara su merecida respuesta.

Y si hablamos de impresiones, el programa se cerraba acorde con el estilo de aquel músico completo, que “todo lo que hizo lo hizo bien”. Eduardo Toldrá y sus miradas al Mediterráneo dieron luz musical a Vistas al mar, de nuevo casi un siglo atrás estrenadas por el cuarteto al que el propio músico regaló su tiempo. Es hora de que los intérpretes vistan y desnuden evocaciones pasadas a través de un inteligente armazón de ideas. Las lanzan al público, como se suele hacer con esta composición, al recitar entre cada una de sus partes los poemas de Joan Maragall que soportan la imaginación de todos los presentes. La descripción es intrínseca a los contrastes de las estampas que pretende retratar en sus contemplaciones. Fuera de excesivas interpretaciones literarias, el sólido viaje entre el mar y la luz, desde La ginesta altra vegada hasta Allà en les llunyanies, fluye entre el azul y dorado del auditorio al exhalar sus suaves líneas melódicas hacia un oído preparado para esta última audición. Con un vaporoso ambiente popular, la música se dirige hacia La mar estava alegre, sección que complace de manera lógica y exquisita la comunicación que circula inseparable al ideal del Cuarteto Bécquer, donde la elaboración y esencia de cada percepción ambiciona ir directa al espectador.

Aplausos, sonrisas, satisfacción. Uno no puede irse a casa indiferente y sin felicitar, por un lado, la promoción de un género que poco a poco va revitalizándose en nuestro país desde aquellos felices años de transición entre el siglo XIX y XX; y valorar, por otro, el empeño al intentar crear un público que asista específicamente a la escucha de este repertorio, tan insensiblemente desatendido que, por fin, nota a nota, consigue reintegrarse gracias al esfuerzo de unos pocos que desean con convicción liberar su más ignorada y oculta fascinación.

Carmen Noheda

Publicado en abril 2015

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