Tombeaux y lamenti (I)

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Tombeaux y lamenti

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Muertes, lágrimas y poses

Mientras estés vivo, brilla,

no dejes que nada te entristezca más allá de lo necesario

porque, por cierto, la vida es corta

y el tiempo exige su tributo.

Seikilos de Trales, hoy Turquía, epitafio sobre mármol para su esposa. Esposa sospechosamente llamada Euterpe, como la musa de la música. Del siglo i d. C, la estela es tradicionalmente considerada como la primera partitura completa de la historia.

Cuando miro al monte Fuji,

blanco puro,

y a la verde isla de Enoshima,

me deshago en lágrimas.

A las doce almas de aquellos que queremos,

a aquellos que nunca volverán,

les dedicamos nuestros corazones y nuestras mentes.

 

Suzuko Misumi (1872-1921), de su Elegía de Shichirigahama, célebre canción japonesa en memoria de doce estudiantes trágicamente naufragados. Fue en 1910, junto a tan hermosa playa, digna de aparecer entre los paisajes de Hiroshige. Todos los subrayados son míos.

El día en que murió pidió que le llevaran la partitura del Réquiem a la cama. —¿No os había dicho que estaba escribiendo este réquiem para mí?– Así habló, mirando toda la partitura detenidamente, con lágrimas en los ojos. Fue el último y doloroso adiós a su amado arte…

 

Georg Nicolaus von Nissen (1761-1826), marido de la viuda de Mozart, como reza con exótico orgullo la lápida de su tumba. Fue también el autor, en colaboración con Constanze, de una de las primeras biografías sobre Wolfgang. Que también lo fue, a su vez, a la hora de englobar a Mozart en el nuevo contexto –artístico, pero también social y comercial– del incipiente Romanticismo.

¿Qué otra música se le puede poner a la tristeza?

 

Comentario en youtube de un tal Jordan3461, en 2010, sobre un vínculo en el que se escuchaba el adagio lamentoso de la sexta de Chaikovski. Como es bien sabido, el ruso estrenó su sexta sinfonía a sólo nueve días de su propia muerte. Bien, a la tristeza se le pueden poner muchas otras músicas, pero es verdad que reflexiones tan certeras como sencillas sólo las suscitan músicas como ésta.

En cualquier momento o lugar, de la Grecia clásica al Japón Meiji, de Mozart al ciberespacio, sabemos que todo arte se yergue y se relee como acción y reflejo de las sociedades en las que se inscribe. La música, sentida ora etérea u ora eterna por etérea, se presenta como un privilegiado instrumento de observación antropológica al respecto de las diferentes actitudes humanas ante la muerte y su después. Pero pronto debe quedar claro que lo fúnebre no siempre implica lo funesto. Ni tan siquiera en el Barroco, el terruño por antonomasia de Valdeses y Leales. ¿Recuerdan el anuncio de una conocida marca de refrescos sobre las coloristas tumbas en Ghana? Allí, con alegre música High Life de fondo, a vueltas del cortejo se celebra la vida en lugar de la muerte de los muertos. Igual que con jazz a la luisiana en Nueva Orleans, auténtica plaza africana en el ya no tan Nuevo Mundo.

Pero aquí nos interesa el dolor, lo fúnebre combinado con el lamento, el lamento por la ausencia reflejado en música. Ahora bien, esa tristeza podrá además expresarse a través de múltiples caminos, en una amplísima gama que iría del intimismo más melancólico al dramatismo más trágico y viceversa. Del acto ritual de despedida y ayuda para trascender a la muerte a la no función con la que definen tantas veces al arte. Y catarsis en los dos extremos del círculo: el de la implicación afectiva e incluso personal con el desaparecido o el del deleite por las estructuras musicales nacidas del estudio distante y minucioso de las formas formadas por el dolor y su imaginario.

Los dos polos presentados, en realidad categorías irreales, se mostrarán como nunca convergiendo el uno hacia el otro durante la época barroca, particular periodo de afectos y poses, de extremos y contrastes. Categorías teóricas, nunca puras, que de algún modo podríamos corresponder, y de ahí la génesis de este artículo, con el tombeau instrumental francés y con el lamento operístico italiano. Se llamen así las piezas… O no. Con tombeaux titulados como tombeaux, lamentos, pavanas o plaintes. Con lamentos encubiertos más allá de las óperas y las cantatas. Sean de Francia, Italia, o cualquier otro lugar más tarde o más temprano italianizado, como Francia misma; o más tarde o más temprano afrancesado, como Italia a su vez.

O como Gran Bretaña, muy a propósito, isla de niebla fértil en egregios dolientes obsesionados y apasionados por lo lúgubre. Cuando Henry Purcell escribió el celebérrimo lamento de Dido, su aria se nutrió por igual del melodismo itálico como de la gala solemnidad. Pero además, igual que en sus fantasías, enlazó inevitablemente con la melancholia inglesa de otrora entonces reciente, con el semper dolens de Dowland y sus Lachrimae. O con The Countess of Pembroke’s Funeralls de Holborne, pieza señalada por la musicología como antecesora directa del tombeau barroco de nuestro interés. Que rendía homenaje, por cierto, no a la muerte de su mentora condesa, sino a las del padre, madre y hermano de ésta, acaecidas todas en 1586.

Sin embargo, si la palabra tombeau viene del francés será por algo. Cruzando el Canal de la Mancha se terminó de modelar en el xvii como alternativa musical al género poético entonces en boga en París. Y en efecto, con el tombeau estamos ante un género más poético, y así también más escultórico y arquitectónico, que teatral, narrativo o dramático. Teatrales, narrativos y dramáticos como sí serían los lamenti que afloraban en Florencia, que pronto se reverenciarían en Venecia y que luego arroparía toda Europa.

En francés, volvamos a ello, el significado de tombeau proviene sin más del tangible túmulo sobre la tierra de un entierro. Es música, y como toda música inmaterial, pero música que lucha por ser de piedra si hace falta para retar al olvido, para combatir con Cronos. Los lamentos no pretenden resistir la erosión de la lluvia y del tiempo ni emanar respeto por el fallecido. Ni siquiera crear pena de la pena que produce la partida de un ser sentido… Lo que buscan es un sitio en un escenario, retarán entre sí para convertirse en arie di baule de algún castrado, y su éxito vendrá de muovere gli affetti, emblema de la época, ni más ni menos que por moverlos como objetivo y no como consecuencia.

El arte por el arte, vayamos ahora a los lamentos, se unió pues con la música vocal; con la monodia acompañada que nació con pretensiones poéticas a la griega pero que pronto sucumbió, como pasó en Grecia, a los placeres carnales y espectaculares que ofrecían la acción y el verbo: la ópera, por ventura el cine de entonces, el lugar donde las historias se hacían supuestamente realidad. Realidad, claro, entre bestiales tramoyas, paisajes con puntos de fuga infinitos y por supuesto, efectismos en boca de personajes que cantaban llorando a quienes antes habían muerto mientras aún lloraban cantando.

Y qué tantas dosis de falsedad si lo que se buscaba era el paroxismo más patético y doliente a costa de lo que fuese, también de la verdad. Pues bien, esta catarsis, vendida por trozos y por butacas, tendría en el lamento su género estrella, y ya en los de Monteverdi, en Arianna y en la ninfa, quedaría plantada la semilla de todo lo que vendría después. Y Dido pronto presente, en sendos números de Cavalli y D´India…

Poco importa si el lamento era por la muerte de alguien amado o por un amor no cumplido, por un corazón al fin y al cabo languidecido, muerto. Incluso loco, como en el lamento della pazza de Giramo. Qué más da para el asunto si en ninguno de los casos era cierto. Es más, por procurar mayor distanciamiento estético, la mayoría de las óperas de entonces se inspirarían en historias mitológicas o en argumentos falaces sobre reyes y emperadores de muy antaño. Así, mayor goce del goce mismo de llorar sin más, esto es, sin problemas de conciencia por hacerlo y sin dejar de disfrutar de ello.

En cambio, el género tombeau no se modeló en sus inicios a partir de la supuesta reconstrucción ideal de la tragedia clásica, ni fue diseñado por un grupo de intelectuales reunidos en un laboratorio como el del Conde Bardi y Galilei padre. El tombeau, si fuera lícito seguir validando fechas y sucesos concretos para remarcar el surgimiento de algo nuevo, se consolidó entonces tras un suceso muy particular, a un lado el abono aportado por la poesía franca al que más arriba nos referíamos. Y con permiso tan solo de unos pocos de tombeaux anteriores.

Tal suceso no es otro que la muerte en 1652 del misterioso laudista Monsieur de Blanchrocher, al que casi automáticamente le rindieron hasta cuatro homenajes: el de Dufault, el de Gaultier el joven, el de Froberger y el de Louis Couperin. Si los lamentados en los lamentos eran personajes ficticios, excusas al fin y al cabo para indagar en las potencialidades del lenguaje de la música, del más lamentado de los primeros tombeaux apenas sabemos nada, pero sí sabemos de seguro que fue de carne y hueso. Y que la pena de sus conocidos debía de ser, por qué no, una pena verdadera. Bien, a lo más, y si somos mal pensados, pues una pose artística en éste o en otros casos. Pero una pose nacida de la inspiración de un ser de verdad metido y podrido en un ataúd, no del guión bucólico de un libretista. Siendo bien pensados, el tombeau más emocionante es el tercero, el que le dedicó su amigo Johann Jakob, alemán adoptado en Francia en cuyos mismos brazos, tras caer por unas escaleras, cerró del todo sus ojos el tan desafortunado tañedor.

Ese tombeau es además importante por otras razones. Para empezar, sería, junto con el Couperin, el primero en ser compuesto expresamente para clave, siendo éste desde entonces uno de los instrumentos más importantes del género. Junto al laúd por descontado y más adelante la viola da gamba, francesa también a más no poder. Qué tendrán las cuerdas con la muerte. Sobre todo, si añadimos la consideración de que si las cuerdas de Marais son voix humaine, la voz de los lamentos cantados también es de cuerda. Pues nada exclusivo. Si indagan algo, adelante, pero sólo con los tombeaux llamados tombeaux. Reservémonos el especular nada más escuchando el salmoé francés del concerto funebre de Vivaldi o bien los italianísimos oboi d´amore de la bachiana Trauerode en memoria de cierta electriz de Sajonia. Por no entrar en los metales, símbolos del averno al que acudirá Orfeo desde Monteverdi hasta Gluck. Por no entrar en la percusión, fundamental en las marchas fúnebres del barroco y de cualquier otra época o lugar.

Habría que detenerse más en cualquiera de las familias, pero no me resisto a pasar de largo con esta última, la más ancestral de todas. Las campanas doblan por ti, increpaba el poeta John Donne en 1624, mucho antes de ser parafraseado por Hemingway. ¿Filosofía? No hace ni falta que suenen más que en nuestra cabeza para saber esa verdad. Algo más tangibles, aún mudos pero oídos, los instrumentos de percusión los encontraremos enterrados junto al propio muerto… Por ejemplo, en las antiguas culturas del sudeste asiático, centenarios relieves sobre preciosos gongs de bronce. Y para ser oídos, para dolores telúricos, el retumbar, el crepitar, el terremoto de las pieles al romper la hora cada Viernes Santo en el Bajo Aragón.

Frenemos nuestra digresión para retomar, con el cadáver aún caliente de Blanchrocher en perspectiva, la cuestión de si el tombeau fue por tanto más realista que el lamento, o si fue el lamento tan mentiroso. Depende, como siempre, de qué entendamos por realismo. La ópera pretendía hacernos creer que reflejaba el mundo, y de hecho ponía una lupa sobre él que, aunque acabara deleitándose en los detalles y deformando la visión del todo, se interesaba por sentimientos también humanos, también reales. Abstractos, pero universales. Pero tan de frente, sin ambages, abrumados por su cercanía, tanto se exageraron que los medios dominaron el fin, se convirtieron en fin.

Aunque cierto es que hubo otros objetivos bien prosaicos para los compositores de óperas o de lamentos religiosos cada vez que movían a los afectos, que el arte por el arte no se alimenta solo: el propio sueldo, la propaganda de la sangre azul y de la política cristiana… Pero tal vez, además, en más de alguna ocasión, volviendo a ser bien pensados, y acúsenme de romántico, tal vez, decía, la expresión de su propia y realísima psique, de sus propios sentimientos exhalados en música. Sentimientos tristes, luctuosos, melancólicos, abatidos. Auténticos al fin y al cabo como los del tombeau más personal y trascendente.

Pablo del Pozo

Imagen: Andreas Friedrich, Emblemata nova, das ist, New Bilderbuch, darinnen durch sonderliche Figuren der jetzigen Welt Lauff und Wesen verdeckter Weise abgemahlet Frankfurt, Jacobus de Zetter, 1617, p. 25.

Publicado en febrero 2013

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