Tombeaux y lamenti (II)

Ensayo
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Tombeaux y lamenti (II)

De lachrimae

Sigue de: Muertes, lágrimas y poses

Pero ojo avizor, que pronto también llegarían los tombeaux regodeados en la forma. De cualquier modo, la categoría tombeau también podría ser vista en sí más conceptual, y a la larga si quieren más fría. También por el frío de las manos sobre la lápida. Sin palabras, sin personajes, sin acciones, pronto incluso sin dedicatarios, la música por la música tenía ya un paso dado desde un género típicamente instrumental. Y es más, cerca del ritual en un principio, si bien un ritual muy íntimo, los tombeaux nacen partícipes del silencio respetuoso de un sepelio, pero también, y aquí vamos, del silencio figurativo de cualquier representación de la realidad. En su vértice teórico, un tombeau es puro pensamiento, no busca hacer llorar al que lo escucha, en todo caso lo primero que expresa es el dolor de quien lo compone. Lo demás sería ya hojarasca, en exceso no un túmulo, sino hipócrita catafalco de encargo.

Aunque la hipocresía en el arte no es algo juzgable. No lo es más que el arte mismo. Sólo estamos observando, insistimos, la convergencia barroca de dos categorías imaginarias y sus productos resultantes. Entre el artificio y el realismo, entre esos extremos, nunca en esos extremos. Pues esos extremos no existen: más bien son direcciones en un círculo desde puntos de partida a las doce y a las seis, o a las tres y a las nueve.

Retomemos el hilo. Pleno el furor por la musica poetica y los catálogos de recursos retóricos que venían en tropel desde Italia, tanto se asociarían los ornamenti virtuosos y las pinturas musicales a este país, que sobre ello vertieron buena parte de sus odios los detractores profranceses de la postrer y manida querelle. E igual que la música francesa en general, los tombeaux huirían, aunque sólo a priori, de todo lo onomatopéyico o arbitrariamente simbólico, de toda coloratura en arabesco fingido. Componer música instrumental con la seriedad que implicaba el tema fúnebre, la ausencia de figuralismos y la libre estructura rapsódica podrían haber señalado al tombeau barroco como un antecedente ideal del formalismo formulado por Hanslick. Así vistos, pues sí, de hielo.

Pero de nuevo pequemos de románticos: la indagación sobre la música en sí misma por la vía de la contención puede ser tan potente como el maximalismo operístico de los lamentos. El minimalismo expresionista posibilitaba la profundización sobre formas de mostrar de otra manera conceptos que fueran más allá de lo imitable, de lo palpable… Verbigracia, y muy en especial, sentimientos de tristeza tan fuertes como los que produce la pérdida de un ser querido. ¿Fríos? En realidad, quizás pueden estar tensando, al máximo, los gritos y golpes que quisiéramos dar por un dolor tan grande. Aunque por decoro y respeto prefiramos acaso dejarlo en arte. Si no los dimos antes, claro. Y aunque los sigamos dando después.

Al final, los tombeaux aparentan sus dosis de Gelido in ogni vena, y ocultan su ardor, de la misma forma que los lamentos esconden un diseño planificado y exhiben el mayor de los arrebatos fingidos. Intensas fogosidades, como curiosidad, que a veces encontraban su mejor aliado en la imitación, expresa, del hielo más sólido y menos metafórico; en provocar el afecto del propio frío, el de verdad, el que pone los pelos como escarpias en los inviernos más infernales. Vivaldi en su Farnace, pero también de nuevo Purcell en El Rey Arturo. Con un aria, la del “Cold Genious”, que quita la respiración como si en el Ártico anduviéramos sin oxígeno. Y que se basa, para recordar que no todo es tan simple, en la scène froid de la Isis del propio prócer –Lully– de la tragédie Lyrique francesa.

Por tanto, no hubo en el Barroco tombeau puro alguno igual que nunca hubo compositores de lamentos debidos al cien por cien a la palabra. Ni siquiera en la marmórea air de cour, primigenia propuesta parisina al clasicismo declamado. Ni siquiera en la tan científica –¿fría acaso?– Camerata fiorentina. Peri y Caccini, consciente o inconscientemente, decidieron romper pronto con la supremacía poética que ellos mismos habían proclamado tras descubrir las inmensas potencialidades expresivas de las Nuove musiche. Lo de Monteverdi fue ya con alevosía.

Del otro lado, también en los primeros tombeaux comenzaron a filtrarse italianismos. Y hasta imitaciones de lo más gráficas. Sin ir más lejos, Froberger tuvo por ejemplo el detalle –que hoy podríamos considerar de verdadero cinismo– de incluir un descenso melódico más propio de la acción teatral para hacer oír los choques de bruces sobre la escala y los escalones de… sí, de quien justamente están pensando: del desdichado destinatario mientras se desplomaba.

Pero más claramente a la italiana se mostrará Sainte Colombe, adalid de lo francés, quien escribe el tombeau más cinematográfico de la historia, con una pieza para violas en dúo que no sólo lleva lágrimas en su título, Les regrets, sino que además las dibuja continuamente alternadas con sonoras campanas sugeridas y hasta ascensos a los cielos esbozados. Cinematográfico por Savall y Corneau, pero también por sus secciones programáticas, con un sorprendente final feliz en el Elíseo.

Sin dedicatario conocido, de los primeros en presentar un tombeau así, Sainte Colombe comparte sólo –¿sólo?– sus sentimientos ante el dolor por la ausencia. Como Leclair en su sexta sonata para violín, titulada tombeau a pesar de sus trece minutos, su deconstrucción y su virtuosismo. Como de seguro hizo hasta Handel en sus lamentos, aun acusado cual empresario calculador que simplemente supo dar al público lo que el público quería. Lágrimas sentidas o lágrimas dibujadas, la convergencia de nuestras categorías ya estaba completamente en marcha.

En idioma barroco, las gotas de los ojos se traducían literalmente con suaves caídas de medio tono en medio tono, a cámara lenta. En primer plano. Como las tan punzantes en ostinato del Dido purcelliano, auténtico lamento-tombeau donde los haya. Y se da la circunstancia de que el trazo melódico por cromatismos en descenso valdría tanto para reproducir la lágrima resbalando como para simbolizar tristeza en general, quizás por sinécdoque de la imagen pero siempre para reflejar dolor por convención establecida. Además, su carácter refleja o simboliza el abatimiento pre mortem y el descenso post mortem al subterráneo reino de los difuntos. Por ello fue un primer recurso compartido, símbolo autónomo para quienes defendían a la francesa una expresión autónoma de la música como lenguaje, lenguaje hecho música para los italianizantes, es decir, palabras puestas en acción… teatro. El canto y la ópera italiana con sus lamenti estrella frente al instrumentalismo francés de las tombeaux. De frente o de espaldas, pero acercándose siempre porque andaban en circulatio, desdibujando sus fronteras, queriéndolas hacer desaparecer.

Si muovere gli affetti era, hemos dicho, un emblema del Barroco, el lacrimatio, efecto del afecto y afecto del efecto, fue por ende su recurso más efectivo. Se usó en paralelo y también como bisagra de unión, consolidándose como el tipo más célebre de catábasis, esto es, la figura de los descensos expresos o implícitos, descriptivos y metafóricos. La figura con la que expresar tristeza y dibujar una lágrima, pero también para bajar a los infiernos, caer afligido o… o si era necesario, ejem, hasta rodar por unas escaleras.

Pere Ros, el gran violista, redactó un acertadísimo estudio sobre los funestos simbolismos de las piezas consideradas tombeau que se conservan del Barroco. Al estilo del análisis de los cuentos de Propp, Ros contextualiza ritmos, melodías, armonías y demás formas que van apareciendo en el género. Las campanas de Sainte Colombe, por ejemplo, se repiten bastante. El palpitar insistente y marcado de ése y de otros tombeaux recuerda al de las procesiones fúnebres. La lentitud, la desnudez instrumental y el silencio sin más son símbolos de pena y de muerte, suaves o en abruptio. Por supuesto que las catábasis abundan, cromáticas o no, con llantos o no.

Pero a priori, el tombeau, decíamos, no quiere aparentar tener fórmula preconcebida alguna. Eso sería deslealtad al sentimiento libre, otro camino válido hacia la música pura aunque parezca una contradicción. Sin embargo, los lamentos, más que llorar, hacen llorar. Y para eso ya vale todo. Aparte de los simbolismos, a la postre innumerables, lo primero que destacará en ellos es su progresiva amplitud melódica, de ámbitos innaturales para la voz. Y también un despliegue orquestal cada vez más poderoso y potente. Todo ello implicaba la necesidad de consolidar estructuras conocidas que funcionasen, que sustentasen sin aburrir tanto aparato y tanto minutaje. De circunstancias muy diferentes partieron los túmulos canoros, al principio breves, en rapsodia estructural –aun con sus característicos aires de pavana o alemanda– y para un único instrumento a solo. Y en esto que llegaron Zeno y Metastasio.

Si se quiere, podríamos situar a medio camino de la esfera la música religiosa o laica de oratorios, cantatas sacras y sobre todo réquiems. Usan las voces pero predominan los coros neutrales e impersonales, en cierto modo instrumentales. Usan lo instrumental pero con despliegues masivos si hace falta. No hay argumentos sino reflexiones poéticas: sí, en latín y oficializadas, pero poesías al fin y al cabo que como en los lamentos nunca excluirían la entrada masiva de trucos y retruécanos retóricos.

El secular control nobiliar de las exequias megalómanas financiará estos despliegues. Secular en sus dos sentidos, que de muy antaño las exhibían ya los de las pirámides y mastabas. No siempre fueron tan mastodónticos, el género nació siglos antes a capella. Pero lo que se lleva en el Barroco es lo espectacular, la pompa, el delirio de grandeza. En suma, que quede claro que el muerto era poderoso. Y para ello venían geniales los recursos ya desarrollados por la ópera y por sus lamentos.

Sin embargo, el tombeau como tal es un recuerdo al ser humano, no al cargo ni a su sangre. Y eso que muchos también fueron escritos para reyes y nobles, como recordábamos más arriba, pero quizás al menos se llevaron el carácter de sencillez y austeridad que nos recuerda que la parca a todos nos iguala. De hecho, el verdadero suceso que podríamos haber escogido para el nacimiento del género es político: la muerte de Carlos I de Inglaterra decapitado por Cromwell, a quien le dedicaron, tres años antes que a Blanchrocher, tres tombeaux primigenios de autores en todo caso más efímeros: Mercure, Bocquet y Pinel.

Después se sucederán los nombres de decenas de monsieurs, madames, reyes, reinas y hasta emperadores… Particularmente conocidos, y hermosos, son sendos de Silvious Leopold Weiss al barón d´Hartig y al conde D´Logÿ. Y de nuevo podríamos citar a Froberger, autor de dos piezas, tituladas como lamentos, la una en recuerdo de Fernando IV y la otra, como también haría Schmelzer, a la memoria de su anterior mentor: Fernando III, emperador del Sacro Imperio y a la sazón también compositor.

Y es que, tirando del hilo de la anécdota, el cuerpo de dedicatarios más genuino lo formarían los propios músicos. De hecho, y de nuevo anteriores a los cuatro para Blanchrocher, el también laudista René Mezangeau recibió en 1638 el homenaje de un par de tombeaux, los primeros conservados de la historia, uno anónimo y otro de su amigo Gaultier el viejo. Blow escribió un Epitafio a su discípulo Purcell y el discípulo Marais a sus maestros Sainte Colombe y Lully, y a su compañero de corte Meliton. A su vez, Sainte Colombe recibió otro más de su propio hijo, Marais de Charles Dollé y Lully de Jean-Fery Rabel. Robert de Visée le compuso a Gallot, a Mouton, a su maestro Corbetta… Y seguiríamos con un largo etcétera de entre los podríamos destacar, por el carácter ilustre de los homenajeados –y gracias a la información de Pere Ros– , los muy poco conocidos de Aimé Joseph Vernier para Gluck y de Louis Lodi para el mismísimo Mozart. Como curiosidad, de nuevo Froberger, auténtico melancólico, compuso una Méditation sobre su propia mort future.

Como curiosidad, o no tanto. Uno no puede abandonar la sensación de concebir más de una obra, aun por motivos muy subjetivos, como actitudes decididamente personales ante el advenimiento de los gusanos o del fuego. Así podríamos entender, por ejemplo, la mitad de la obra de los depresivos Schubert y Mahler. Y no únicamente el réquiem de Mozart o el coral BWV 668 de Bach, tal vez los ejemplos más admirados y más fantasiosos. Aunque si hubiese que escoger el más estremecedor –y escogida queda para nuestro listado de vídeos esta música inerte, sin aire, la vida apagándose– quien escribe propondría el abatido y moribundo movimiento último de la sexta sinfonía de Chaikovski, aquel aludido al principio de nuestro texto.

Pocos años después, Ravel reforzó el recuerdo neoclasicista de tiempos pasados con su Pavane pour une infante defunte y sobre todo con su tombeau para François Couperin, en realidad para sus amigos muertos en la primera guerra mundial. Falla, gaditano parisino, emuló la acción también seguida por Debussy –en los homages para Rameau o Haydn– a través de un tombeau para su amigo Paul Dukas y de otro para el propio Claude. Esta última obra, pensada para guitarra, fue estrenada, empero, al arpa-laúd de Marie Louise Henri Casadesus. Justicia histórica, por ventura. A propósito, en el museo de Fuentevaqueros podemos leer una carta de Federico García Lorca –autor, recordemos, de cierta y celebérrima elegía poética– expresando a Falla, con humor, cariño y admiración, sus tremendas dificultades para lograr interpretarla.

La guitarra había heredado la literatura del laúd de una forma que nunca pudo hacer el piano con el clave. De Visée y Corbetta ya escribieron para la de cinco órdenes barroca. Del Romanticismo no podemos olvidarnos de la maravillosa Elegie de Johann Kaspar Mertz o de la Fantaisie élégiaque de Fernando Sor, escrita para su discípula Madame Beslay. Y, aparte del de Falla, seguirían siendo frecuentes en el xx las dedicatorias entre músicos que también, a propósito, imitarían de forma admirable los estilos de los admirados. Tal es el caso de Turina con Tárrega o de Brower con Takemitsu, por citar sólo dos de los ejemplos más conocidos.

Con el siglo xix se había abandonado del todo la expresión “tombeau” en los nombres de las piezas, pero el espíritu del género pervivió en forma de marchas fúnebres, endechas y acepciones varias, pero sobre todo, como hemos visto, en elegías. Por un lado, las despedidas sentimentales catárticas abundaron en lo más personal, reflejando la liberalización de los profesionales de la música. Los nobles, los reyes y los homenajes amistosos aunque corporativos a otros músicos seguirían siendo tema principal, pero también lo serán, y cada vez más, los allegados más íntimos de cada compositor.

En este sentido destacaron, ya desde el Barroco, los hijos tristemente fallecidos antes que sus padres. Marais escribió uno pour Marais le Cadet y De Visée otro para sus dos hijas a la tiorba, posiblemente fallecidas en alguna epidemia de la época. En tiempos modernos, cómo olvidar el lindísimo Tears in Heaven de Eric Clapton, lágrimas en el cielo en recuerdo de su hijo de cuatro años caído desde un piso cincuenta y tres de Manhattan… Ataúdes blancos, dulzura para algo que va contra natura, para los muertos más jóvenes. Como Berg en su concierto para violín, a la memoria de un ángel, la hija de Alma Mahler. Como suenan los arrullos del Pacífico colombiano, cuya música imita sonidos de juguetes para hacer a los niños más tierno su viaje.

Desde épocas más recientes, lo que destaca como nuevo es que las dedicatorias de algunos de los tombeaux más impactantes traspasarán el mecenazgo, el homenaje o la amistad personal para entrar en el terreno de la tragedia colectiva. De los Threnos de Krzysztof Penderecki a las Arquitecturas del vacío de José María Sánchez Verdú. Por las víctimas de Hiroshima o las del 11M madrileño, respectivamente. Aunque aún más significativo es el uso funcional y repetitivo que se le ha concedido a tombeaux di baule como el Adagio de Remo Giazotto –falseado por el autor como de Albinoni– o el manido más fascinante Adagio para cuerdas de Samuel Barber. De presencia obligada, el uno, el otro o algún otro por el estilo, en las ceremonias de llantos institucionales a las que acude raudo tanto diputado.

A tenor de lo que ocurrió con la célebre pieza de Giazotto, cuya inverosimilitud evidente fue ocultada aposta, hemos de resaltar el original caso del compositor estadounidense de origen ucranio Roman Turovsky-Savchuk. Él es quien, sin disimularlo nada, está detrás de un largo listado de tombeaux escritos a la barroca con los barroquísimos seudónimos de una imaginaria familia de laudistas bohemios: los Sautschek (Johann Georg, Johann Melchior, Johann Peter…).

Valido de Internet para su difusión y con una respuesta apasionada –entre otras cosas, por su incuestionable calidad musical–, la propuesta de este sugerente juego histórico incluye un buen número de piezas de ficción hábilmente verosímiles en su estilo. Dedicadas por los Sautschek a miembros de su propia familia fenecidos, a autores centroeuropeos de primera línea (CPE Bach, JCF Bach, Locatelli, Tuma, Kraus, Wagenseil, Zelenka y –bien merecido éste–, otro más para Froberger) así como a otras personalidades relevantes del mundo de la cultura dieciochesca (Goldoni, Lessing, Klopstock). Por otro lado, Turovsky-Savchuk firma, esta vez directamente, dos tombeaux más; pensados, esta vez a la viola, para Telemann y Forqueray.

Hemos acabado, al final, volviendo a las cuerdas de pleno. Al grito del roce de las de Penderecki, a las lágrimas vertidas por las de Barber. Al laúd barroco de Turovsky-Savchuk, al laúd árabe de Sánchez Verdú. Igual sí que tienen algo. Asir la vida mientras se desvanece en sonido. Asir el sonido que muere nada más nacer. La lira mitológica de Orfeo lamentando a Eurídice. Y también la de Seikilos, real, brindando a Euterpe y al momento presente. Pero sobre todo, las cuerdas del llanto de la guitarra a la que alude Lorca, las lágrimas a las que alude Estrella Morente mientras rasga, para siempre, su voz sin pose ante la tumba de su padre, artista.

Pablo del Pozo

Publicado en diciembre 2013

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