Música, soledad y silencio

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Música, soledad y silencio

Un pianista en busca de auditorio

En la soledad de un cuarto no más grande que un trastero, un joven pianista trabaja durante horas descifrando una de las últimas sonatas de Beethoven. El piano, un desvencijado Petrof por el que cientos de manos han pasado antes que las suyas, soporta estoico la repetición incesante de un pasaje especialmente complejo. Tras el despiece de esos escasos ocho compases, hay meses dedicados al trabajo de estudios técnicos, hay reflexión sobre la relajación de la musculatura del brazo y sobre la combinación ideal de movimientos digitales que garanticen la mayor seguridad, precisión y velocidad posibles durante la interpretación. También hay una buena dosis de investigación acerca del estilo, el contexto y la técnica instrumental del momento en que la obra fue creada. Todo ello dirigido, como fin último, hacia la interpretación pública. No es sólo, como muchos piensan, someterse al juicio del respetable. Es compartir ese trabajo con quien quiera disfrutar de él. El intérprete desea ofrecer al público su esfuerzo, su talento y, al igual que un actor con su voz, una traducción de lo que un compositor dejó un día escrito en un papel. El arte es un prodigio del hombre y, aunque puede disfrutarse en solitario, muchos deseamos compartirlo.

En la soledad de su habitación, aprovechando que el silencio nocturno impide el estudio, y que músculos y mente demandan descanso, el mismo pianista busca en la inmensidad de la red de redes –esa que dice unirnos, pero sólo nos separa fría e implacablemente–, alumbrado por la luz azul de su pantalla, una institución que disponga de los medios, la infraestructura y las ganas de permitirle compartir su arte. Hay una de esas llamadas “casas regionales” que tiene un salón de actos con piano. Hay un centro de arte multidisciplinar que tiene un ciclo de conciertos. Hay un club social que organiza de cuando en cuando soirées musicales. Hay un centro cultural en el que se hacen exposiciones, recitales y obras de teatro. El mismo correo electrónico, redactado en tono fresco pero respetuoso, sale del ordenador de nuestro músico rumbo a cada uno de estos lugares, con un texto que en resumen dice “les ofrezco una selección de obras variadas, amenas e ideales para su público, y lo hago gratis porque mi prioridad es rodar el programa de cara a un examen, concurso, oposición, etc.”. Si el deseo de compartir el arte es loable, el de hacerlo a cambio de nada –o a cambio de adquirir una experiencia que redunda en beneficio del propio arte– es aún más noble. Y sin embargo lo que le espera al héroe de esta historia es el silencio.

Paradójicamente, entre tanto silencio bulle el ruido de las redes sociales, que anuncian día sí, día también, multitud de eventos con la música como protagonista: un recital de cuencos tibetanos, un homenaje a la obra de Ludovico Einaudi, un concierto de música tradicional polaca con instrumentos típicos de la región. Y son esas mismas redes las que alientan a nuestro joven pianista a dirigirse a tales entidades organizadoras, con la razonable idea de que, si hay espacio para todos esos actos, puede que haya sitio para él. Pero no. Para él sólo hay silencio. Un silencio tan intenso que puede escuchar su propia voz, al fondo de su mente, diciendo “desiste, no sigas trabajando”. Por fortuna quedan instituciones dedicadas por entero a la promoción de jóvenes músicos que, amablemente, reservan sus instalaciones para que el pianista pueda compartir su trabajo con el público. Son organizaciones sin ánimo de lucro que piensan en el artista antes que en ellos mismos y que son una esperanza para todos los que quieren disfrutar haciendo música. Pero la realidad es que, tristemente, la sociedad ha perdido incluso la más básica de las conductas de quienes viven en comunidad: la de contestar a una pregunta, aunque a veces la respuesta sea no. Es preferible una negativa antes que el silencio. Después de tanto trabajar en soledad, el silencio es frío, desesperanzador, y acaba marchitando las ganas de estudiar intensamente y salir al escenario. En un mundo que reclama cínicamente la gratuidad de la cultura –de una cultura que no es tal, sino mero entretenimiento vacío y prescindible–, que la respuesta a la verdadera cultura gratuita sea el silencio, permite entrever con mayor claridad hacia dónde vamos.

Y que sea lo globalmente aceptado no impide que me provoque un vértigo infinito.

Álvaro Menéndez Granda

Fotografía: Sofía R. Peteiro.

Publicado en nº 32 de 2017

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