La falacia del partido de fútbol

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La falacia del partido de fútbol

“No compararé música clásica y deporte”

A lo largo de los últimos años, y especialmente desde que me he empezado a mover por el ámbito musicológico (ya fuese como estudiante, investigador o mero voyeur), he oído repetidísimas veces a personas provenientes del ámbito de la música (mal llamada) clásica que no entienden cómo la gente puede decir que lo suyo es elitista cuando un partido de fútbol es igual o más caro que un concierto. Y aunque es innegable que dicha apreciación tiene parte de verdad, no es menos cierto que surge desde un punto de vista meramente económico que no tiene en cuenta los valores asociados a cada una de estas prácticas culturales.

Antes de empezar a argumentar por qué es problemático comparar el fútbol con la música de la tradición académica occidental (término preciso, pedante y un tanto tocapelotas, todo hay que decirlo), me gustaría dejar claro que personalmente no disfruto del deporte (soy muuuuy vago) y que conforme mi educación e investigaciones se han orientado hacia las músicas populares urbanas (término aparentemente preciso que perpetúa una sociedad dividida entre élite y clases subalternas, así como entre campo y ciudad), prácticamente ya no escucho nada anterior a 1900 (por no decir 1960). Y aun así, no niego las virtudes y los logros que la tradición académica ha aportado a la cultura actual, porque de hacerlo estaría negando el valor de la cita de Chaikovski –¡¡Don’t say Tchaikosvky, mister anglófilo!!– al principio de “Wish You Were Here” o de la fascinante analogía entre el preludio coral Ich ruf zu dir, Herr Jesu Christ de Bach y las prácticas sexuales de la protagonista de Nymphomaniac (que sí, que ya, que también sale en Solaris, pero la gente quiere carnaza, no reflexiones sobre los deseos de volver a casa de un astronauta alienado por un planeta).

A lo que vamos, que me estoy desviando del tema, comparar el fútbol con la música “clásica” sólo por lo que cuestan las entradas es algo realmente problemático. Ir a ver un partido de fútbol, sin importar quién juegue, cuesta exactamente lo mismo que ir a un concierto de cámara de los que normalmente ciertas asociaciones o entidades públicas suelen organizar: nada. Claro que no es lo mismo ver jugar a tu hijo que a Messi, como tampoco es lo mismo ver tocar a tu hijo en la audición de su academia que ver a Barenboim haciendo la integral de las sonatas de Beethoven. Y se paga la diferencia. Y no pasa nada, vivimos en un mundo capitalista (para bien o para mal) y estos dos argentinos (de nacimiento, otra cosa es dónde depositen su dinero o su corazón) se dedican profesionalmente a ello. Que estén cobrando demasiado mientras otras personas están en la más absoluta de las miserias es una cuestión muy discutible, pero como ya he dicho, estamos en un sistema capitalista, para bien o para mal.

Pero vayamos a los datos, que sé que os encantan.1 El abono de temporada del Real Madrid más caro es el Euroabono en la Tribuna Lateral Este, que cuesta la friolera de 2.298 €. Frente a este, el abono más barato es el del fondo de la Grada Baja, por 223 (sin el “euro” delante, ya que el Euroabono cuesta 323 €). Frente a esto el abono para los estrenos en la Zona A del Teatro Real cuesta la nada desdeñable cifra de 3720 € (y ojo, que el abono premium, con el que supongo que automáticamente recibes un título nobiliario, cuesta 3900 €); mientras que en la última función en la Zona H (donde tenores y hormigas se confunden entre sí) cuesta tan sólo 100 €. Por su parte, el abono completo de la Orquesta y Coro Nacional de España más caro es de 732 €, frente al más barato que ronda los 230 €. ¿Qué conclusiones se pueden sacar de todo esto? Muchas si se tratase de un estudio concienzudo y preciso, unas pocas, pero igualmente válidas, al hacer este rápido repaso.

Lo que más llama la atención es que los precios no son tan diferentes entre los abonos, aunque en el caso de la ópera y el fútbol existen “espacios de distinción”, por llamarlos de alguna manera, para aquellas personas que gozan de un estatus privilegiado, dando lugar a abonos muchísimo más caros que el resto. De este modo, la propia disposición del teatro o el estadio garantiza una estratificación del público que permite la coexistencia de clases más elevadas con otras menos pudientes sin que estas se entremezclen. De manera que se podría decir que tanto el fútbol como la ópera tienen asociados prácticas elitistas, aunque consideremos que uno de ellos es mucho más elitista que el otro. No ocurre lo mismo en los auditorios, creados en fecha mucho más reciente desde principios más democráticos que los teatros de ópera (que reflejan una lógica netamente aristocrática) y los estadios de fútbol (labrados con dinero privado, y por lo tanto reflejo de la idea de sociedad que tiene la burguesía más acaudalada). ¿Esto significa que la ópera es más elitista que la música sinfónica? Posiblemente, pero aun así, el fútbol siempre se sentirá menos pretencioso que estas dos prácticas culturales.

Dado que el precio (valor de cambio) de la entrada no es lo que establece la distinción entre las diferentes prácticas, debemos reflexionar acerca de los valores (de uso) asociados a cada una de ellas. Para ello conviene considerar el aspecto irrepetible del fútbol frente a la música. Mientras la música clásica por lo general es prácticamente previsible y cerrada, el partido de fútbol nunca se sabe cómo va a acabar. Esto hace que el evento se convierta en algo realmente único (y no precisamente a la manera de la obra de arte, que es tan única que siempre es idéntica), que viene aparejado a una incertidumbre que hace que siempre se pueda tener fe en que un equipo gane, aunque no todo esté de su parte. Esta imprevisibilidad previsible, que posibilita una religiosidad secular y el desarrollo de gestas epopéyicas a pequeña escala, es muy lucrativa, como demuestran las quinielas, las casas de apuestas y en general, los programas deportivos. Frente a ello la música jamás podrá ser así de imprevisible y lucrativa. Esto hace que sea mucho menos esperable que alguien apueste cuál va a ser el repertorio de un concierto o si la soprano va a ser capaz de hacer el aria de la Reina de la Noche lo suficientemente bien como para no salir en el anuncio de Ikea.

Vinculado a ese sentimiento cuasi religioso y epopéyico se encuentra el aspecto identitario del fútbol. El ser humano necesita sentirse parte de algo, y este deporte, al menos en los países europeos y latinoamericanos, es capaz de proporcionar un sentimiento de pertenencia mucho mayor que el que consiguen algunos partidos políticos o figuras de tipo cultural. Las razones de esto son múltiples: desde la posibilidad de que el equipo pueda ganar en una ocasión posterior (no muy lejana en el tiempo) hasta la de poder canalizar otro tipo de sensaciones de pertenencia (como la nacional) a un ámbito en el que se puede vencer de una manera tajante y absoluta sin necesidad de emplear la violencia. Así, cuando cierta intelligentsiaconsidera al aficionado medio como un palurdo o un borrego, está subestimando las capacidades afectivas que el deporte desempeña en la sociabilidad de las personas, que permiten unir alrededor de un interés común tanto a un padre y un hijo como a una nación entera.

En este sentido, sin duda, es en el que la música clásica se revela más estéril. Porque no conviene olvidar que mientras la mayoría de personas no pueden coger un instrumento y chapurrearlo inmediatamente, para jugar un partido de fútbol con tus amigos sólo necesitas un balón y unas nociones mínimas sobre las reglas del juego. Esto, evidentemente, contribuye a sentir más lejana la música académica, cuyo excesivo tecnicismo y peso histórico crea una clara barrera entre los no iniciados y los iniciados, para los cuales esta música se siente tan natural como la propia respiración. Por ello es comprensible que los melómanos más integradores tiendan a buscar mejoras en el sistema educativo para ayudar a iniciar a la gente proveniente de otros entornos culturales. Y aunque es cierto que la escolarización proporciona un mayor acceso a la música clásica, autores como Bourdieu han mostrado que el origen social siempre condiciona algo que la enseñanza obligatoria no puede compensar. Esto hace que por mucho que un hijo de obreros escuche a Haydn en clase, lo tenga difícil para sentir esa música como algo tan propio como el reggaeton que escucha cuando se va de fiesta o el fútbol que juega con sus amigos en el recreo.

Por ello, igual que cierta izquierda postmoderna debe entender que cuando a ciertos ciudadanos les han quitado todo, lo único que les queda es su patria y ésta no entiende de razonamientos (¡¡holi esteladas y rojigualdas!!); el aficionado a la música clásica, el músico o el programador debe comprender que es imposible pretender que el hincha se convierta en melómano por arte de birlibirloque, ya que el fútbol y la música clásica, aunque esto parezca de Perogrullo, son dos cosas completamente distintas que apelan a formas de entender y sentir el mundo diferentes. Aunque en ambos contextos existan palcos VIP, estos no tienden a ser ocupados ni por las mismas personas ni con las mismas intenciones. Querámoslo o no, la música clásica está aparejada a unos rituales de socialización mucho menos laxos y humildes, muy lejanos de esa idea de comunidad a la que apela el deporte. Y aunque en ningún momento considero que el deporte implique solo atributos positivos (ahí están el machismo agresivo que lo rodea o la competitividad enfermiza) al menos es capaz de hacer que el aficionado pueda formar parte de una afición. Y eso, para mí, ya es un mundo.

Ugo Fellone

1    Todos los datos reflejados a continuación están extraídos de las páginas web oficiales de las diferentes instituciones mencionadas: Real Madrid (https://www.realmadrid.com/socios/cuotas-abonos), Teatro Real (http://www.teatro-real.com/es/temporada-17-18/abonos/abonos-de-opera-1718/) y Auditorio Nacional (http://ocne.mcu.es/abonos/tipos-de-abono/abono-bienvenida), consultadas a fecha de 30 de diciembre de 2017.

Fotografía tomada de: www.mag.com.

Publicado en nº 32 de 2017

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