A por ellos

Editorial
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A por ellos

Las palabras tienen ese encanto de la polisemia, el valor añadido de la gramática, el oleaje de la entonación. Una vez tuve la suerte –y creo que no volverá a pasar, al menos de manera tan inocente– de coger una página al azar a cuyas palabras y sugerentes raíces, en este caso en alemán, mi fantasía atribuyó… cosas. Ante la emoción de estar entendiendo pensamientos complejos en una lengua que prácticamente desconocía, unos párpados progresivamente humedecidos me convencieron acerca del contenido del texto: la importancia que tienen en nuestras vidas no sólo los vivos, sino también los muertos… Y no me refiero con esto a los que conocimos y ya no están. Lo que leí aquella noche, o creí leer, era un homenaje a esos seres invisibles que caminan junto a nosotros día tras día, con los que establecemos relaciones de intimidad que pueden llegar a ser mayores que las que mantenemos con muchos vivos.

¿Quién acompaña mejor a un padre durante los primeros indicios de concentración de su hijo que las imágenes inmortalizadas por Chardin? Sobre el gancho que genera la facultad de observar ¿qué mejor complicidad podemos encontrar que la del bueno de Sherlock Holmes? Y, ¿de verdad alguien es capaz de hallar a alguien capaz de aplacar la ira como lo consigue la Lauretta de Callas y Puccini? De hecho, desconozco lo que este editorial podría llegar a ser si tan sólo nos pusiéramos a repasar los referentes que nos hacen compañía a lo largo de una jornada, iluminados conscientemente algunas veces, en el sotobosque del inconsciente en casi todo momento.

Con todo, pretenden hacernos creer que esta inaudita afinidad entre seres humanos de distintas épocas y lugares es comparable a cualquier objeto de tipo prescindible. Igual que un llaverito, esa aparatosa lámpara que compraste para el salón, e incluso, no sé… ¿el cabecero de la cama? Una cosa de esas que si se rompen o no hay dinero para comprar se olvida uno de su no-existencia, así de sencillo. Y así se está haciendo, equiparan a Gustav Mahler con el macetero de la terraza: “Tíralo, no genera dinero y encima consume”.

Se va imponiendo esta idea, y sin duda muchos –y ya no hablemos de las siguientes generaciones– verán menguado su consumo diario de cultura. Con todo, ellos seguirán estando presentes: los libros quedan salvaguardados en cierta medida por el negocio de segunda mano y los ebooks; la música, e incluso el cine, por Spotify y YouTube y otras plataformas de la red. Parece que si queremos y no nos dejamos llevar por este mainstream del borrego, el consumidor pasivo tiene alguna salida precaria (nunca un antiguo disco ni una reproducción de YouTube será comparable a un directo) para combatir la soledad interna, el hambre intelectual al que parecen conducirnos las actuales políticas.

Todos estos alimentos saludables estarían mucho mejor aprovechados si pudieran madurar sus frutos, si todos estos seres invisibles nos acompañaran diariamente no sólo a la hora de la comida o en el autobús, sino compartiendo pareceres acerca de nuestras propias creaciones. Y es que el problema fundamental no es que se estén quemando los libros como los nazis, (todavía no hemos llegado al extremo), sino la castración de la creatividad que estamos padeciendo. El clima es de asfixia intelectual, de decapitación de toda manifestación activa de las artes, arrastrando consigo también su enseñanza. Adelgazarán la música (en directo y grabada) y el teatro (con la interesantísima simbiosis entre compositor-intérprete y espectador que generan ambas disciplinas), el cine, la publicación de nuevos escritos, la producción de artes plásticas… Y nos preguntamos: ¿qué habría sido de la cultura occidental si Serguéi Diaguilev no hubiera tenido los medios para abrir su revista y más tarde salir a Europa? Más aún: ¿adónde hubiera llegado Isadora Duncan si hubiera podido cursar las estimulantes asignaturas del Bachillerato de Artes Escénicas, Música y Danza? ¿Y el Pavarotti de humilde infancia si hubiera tenido una escuela de música municipal cerca de su casa? ¡Qué habría sido de María Lejárraga –la autora de los primeros libretos de Falla– si antes no hubiera sido maestra!

Ante esta dramática situación, volverá, y ya lo está haciendo, el autodidactismo, el sacrificio por la vocación –que no todo el mundo podrá emprender, especialmente si su desconocimiento le hace carecer absolutamente de ella– y en la mayor parte de los casos nos veremos abocados a una sequía creativa indefinida.

Ahora más que nunca nos queda leer, escuchar, ver, sentir. Quizás ellos, nuestros eternos compañeros, vean el camino que debemos trazar para seguir adelante. Porque esto no se va a quedar así.

Ilustración: http://1.bp.blogspot.com/-E3-K_v5MVFg

Publicado en octubre 2012

 

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