La promesa

Crítica
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La promesa

Jakub Hrusa y la Philarmonia

Philharmonia Orchestra. Dirección: Jakub Hrusa. Yefim Bronfman, (Piano). Dvorák, Carnaval (Obertura). Beethoven, Concierto para piano y orquesta nº 3 en mi menor. Dvorák, Sinfonía nº 8. Auditorio Nacional. 10 de octubre 2012

Confiese, lector, que es en la penumbra confortable de los conciertos donde más acostumbra a pensar en otra cosa. Reconozca que es apenas sentarse y a los pocos minutos ya se abandona en hacer capítulo del día. En dudar si saldrá airoso de algo importante en lo que está irremisiblemente enfangado, en temer los imprevistos del decurso de eso que ya está en marcha. Es esa oscuridad que usted y yo conocemos en la que se cultivan las esperanzas, en la que se desea ser mejor, o haber actuado de otra manera. Se hacen propósitos o se alcanza a ver con una nitidez que paradójicamente la luz no da, que lo que se espera no llegará. Y confiéselo sin vergüenza; no se es peor por hacerlo, ni se ama menos la música. Porque esto no sólo es algo que ocurre entre quienes la disfrutan de verdad y la saben estimar, sino que es un mecanismo mental que se activa precisamente gracias a la intercesión de ella, en el crescendo arrebatador que hemos oído cien veces, y en los pasajes de planicie en los que parece que no pasa nada y dentro de nosotros pasa un mundo.

El desconcertante concierto el del pasado día 10 en Madrid tuvo la particularidad de mover fácilmente a la reflexión sobre la propia música y sobre lo que ocurría en el escenario, ésa fue su principal virtud. Era un campo de batalla entre lo cómodo para la memoria, lo acostumbrado, la sinfonía ajustada suavemente en sus zapatillas de felpa, y al mismo tiempo el deseo hastiado de salir de ese universo conocido pero mal manejado, o manejado por inercias equivocadas, de dejarse sorprender siquiera por una vez. Querer oír a Beethoven y Dvorák en un mismo concierto y no querer.

Por un lado, esos levísimos desajustes que hacen que el oído y la vista se apelmacen unos segundos en algún lugar del aire pensando “¿qué ha pasado ahí?” aparecieron desde el inicio hasta el final. Por el otro, la calidad del programa, el impulso de la Philharmonia, la presentación de las obras con toda objetividad, y el pétreo empaque del solista en el concierto de Beethoven lo hicieron disfrutable para el público. Concluyamos, por tanto, en que no hubo un equilibrio entre interpretación y recepción global. Pero mejor vayamos por partes:
La obertura “Carnaval” fue todo lo fogosa, rústica y folclórica que los cánones establecen. La orquesta se mostraba ya como la que es, un prodigio de empaste y una colección de familias tímbricas como pocas lo son hoy en el mundo. Las maderas no perdían un ápice de clarificación en los pasajes más electrizantes y de mayor fuerza.

Más tarde llegaría Beethoven, con Bronfman a los mandos. Y aquí llegó la parte más confusa. La impresión permanente fue la de que Hrusa carecía de garra, la de que el piano de profundo calado, cristalino y perlado de Bronfman se encontraba en demasiada soledad, que el abrigo que Hrusa ofrecía tenía costurones por los que se colaba el aire gélido. De que el concierto, en general, se caía. (Cierto, tampoco ayudaría en ello un tempo dilatadísimo y paladeado de Bronfman que, si bien hacía respirar a la obra con un lirismo fuera de duda y un fraseo admirable, no ofrecía precisamente carnaza para el director, con lo que las tensiones internas de la obra flaquearon más de lo deseable). Y sin embargo, los momentos de pureza y de apabullante calidad menudeaban aquí y allá. Pudiera ser que el salto de madurez entre ambos maestros se hiciese, simplemente, más evidente en esta obra que en las demás. Su pianismo, con todo, se volvió más incisivo en el estudio nº 2 en Mi bemol mayor de Liszt basado en el Capricho 17 de Paganini que ofreció de propina.

En la sinfonía, tempi igualmente expansivos, y momentos bellísimos de sonido añejo y cincuentón, combinados con esas ausencias citadas. El sonido de la Philharmonia, presidido por el equilibrio, el compromiso justo y sin alharacas… la flema británica, si se desea. El despliegue de las trompas, terciopelo no alterado en su superficie ni por un leve rasguño. La creatividad, sin embargo, ausente. El acercamiento de Hrusa, planificado, comprometido esta vez sí con la fluidez… pero plúmbeamente epidérmico, enfocado a una comunicación monosilábica, testaferro las más de las veces desorientado, carente de ese algo que hace a un concierto difícil de olvidar.

Se tiene a Hrusa por “uno de los diez talentos más prometedores del panorama de la dirección”. ¿Era el joven Kubelik “prometedor”? ¿Carlos Kleiber? Donde quiera que usted coja un programa de mano cuya estrella tenga menos de cuarenta años encontrará la frase que contenga la promesa, lo que está por venir. Qué enorme suerte tendrán los oyentes de 2030… todas las promesas habrán eclosionado. Los prometedores serán cumplidores, y cuando el juguete que tengan entre las manos sea tan caro (la Orquesta Philharmonia, sin ir más lejos), sus oyentes contemplarán un panorama como el de los años 50 (los años 50 de la Philharmonia, ya que estamos). Para entonces, la calidad será tan abrumadora que no se echará de menos nada más.

Daniel Muñoz de Julián

Publicado en noviembre/diciembre 2012″ id=”mes” alt=”Noviembre” border=”none”/>

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