¿Juego? ¡Fuego!
¿Juego? ¡Fuego!
“Hor dago”. Así diría un vasco “aquí está”, convencido, sin un ápice de vacilación, llenándose la boca de fonemas sonoros. Y aquí estamos, envidando a la grande con algo que no sabemos si resultará ser un gran farol, o quizás un humilde farolillo. Todo depende de la cantidad luz que emita esta repentina apuesta, vacilante espejismo, gran antorcha de esperanza para nosotros.
Jugar con las musas nunca fue fácil, se despistan, se dispersan, se distraen con el incesante ruido de simplicidades, ocupaciones triviales, señas engañosas… con el clamor de todas aquellas voces que envidian, sin saber que envidar siempre resulta más provechoso, aunque arriesgado.
Nos sentamos a la mesa con un as bajo la manga, la música, intentando que todos estos ruidos, compuestos por las frecuencias distorsionadas de nuestro tiempo, queden ensordecidos por la inmutabilidad las frecuencias puras por excelencia: el sonido armónico, musical.
Por ella, por la música, nos lo jugamos todo a una carta.
Órdago.