Manifiesto sinsombrerista

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Manifiesto sinsombrerista

Segundo comunicado: “Usos y costumbres en nuestros auditorios”

Aún en el aire galante

hay armonías venatorias

Acaban de pasar las amazonas

     El pastor

          sobre un motivo de mirlo

     improvisa una copla

               que entre los árboles

       queda

          rota

             en los campanarios

        alzados sobre las aguas

las campanas disonantes

               enhebradas en sus orejas

                                  rezan

Las vacas del establo

quieren rumiar el Sol

     En la sala

     llora la música del álbum

     como un éxtasis sonámbulo

     Posado en la veleta

     canta el gallo.

Como en este poema de Gerardo Diego –“Paisaje acústico”– en nuestros auditorios al acabar un concierto algo queda suspendido en el aire, más o menos galante en este caso, y ese “algo” es la esencia de la música. Sí, señores, en esos momentos que suceden a la música, bien sea entre movimiento y movimiento o al final de la obra, ésta sigue resonando, está en el aire y cae sobre nosotros despacio, como una pluma, y esos instantes son mágicos. Sin embargo, desde hace años en ese momento sucede un fenómeno: justo entonces entra en escena la figura del “aplaudidor precoz”, aquel que, sea porque quiere irse ya a casa, porque quiere demostrar que sabe cuándo termina la obra o porque se siente transportado por el entusiasmo, rompe a aplaudir antes de que hayamos disfrutado plenamente del acto musical y, destrozando el encanto mágico antes de tiempo, nos sume en un absoluto coitus interruptus. Tiene algo de venatorio este aplauso, pues como primer tiro rompe la veda y el resto del público se siente obligado a seguirle en su caza del jabalí musical inundando de aplausos la sala antes de tiempo. Algo similar viene sucediendo también en las salas de cine: en la mayor parte de los casos a las últimas palabras de la película le suceden invariablemente las luces de la sala. ¡Ale, vayan despejando que hay que limpiar! Imposible atender a los títulos de crédito finales, escuchar la banda sonora o ver el guiño final de la película de animación. Desde el sinsombrerismo reclamamos nuestros 4 ó 5 minutos de regocijo en nuestra butaca, ¡no nos moverán!

Primas hermanas de los aplausos son las toses en nuestros auditorios. No importa en qué estación del año estemos, si es la primavera que trae la alergia en los bolsillos o el invierno crudo de resfriados y bronquitis, en las salas de conciertos se tose todo el año. Solo una mínima parte de los “tosedores” lo hace por razones justificadas (recordemos esos momentos en los que nosotros mismos nos hemos visto acosados por la tos inoportuna, cuando intentando evitar el momento trágico nos hemos hundido en el sillón mientras nuestros rostros se teñían de un rojo purpúreo). No, no, no, cuando se tose entre movimiento y movimiento de una obra se hace con conocimiento de causa pero… ¿por qué? ¿Han soltado ántrax en ese momento por las rejillas del aire acondicionado? Es más, ¿por qué, como matones de instituto, muchas de las veces se tose en los momentos más delicados, en los pianissimi, cuando entra el solista…etc., de la obra? ¿Por qué no podemos toser cuando suena el tutti de la orquesta? Innumerables son las notas y pasajes musicales damnificados por este tipo de terrorismo del público: desde los primeros compases de Poème de Chausson, justo en la entrada del violín, al Liebesleid de Kreisler no dejaremos de escuchar esas toses que son como mordiscos rabiosos lanzados al aire. Resulta aún más tentador toser cuando se sabe que el concierto se está retransmitiendo o grabando en directo, ¿verdad?

Por otro lado, si somos más o menos permisivos con toses y cuchicheos… ¿por qué no con la distribución de los asientos? Cuando ya se cierran las puertas se escucha el rumor y las carreras apresuradas de los que, estando en los peores sitios, nos abalanzamos hacia ese asiento libre de platea al que le habíamos echado el ojo previamente. Eso es algo que algunos llevamos haciendo años y en en ocasiones somos “rebotados” hacia arriba (llámese “paraíso”) por unos acomodadores con órdenes de no dejar que el vulgo se mezcle con la élite del patio de butacas. ¡Faltaría menos! Pero no, un auténtico sinsombrerista no debe dejarse amedrentar por las voces desairadas que corrigen su conducta. ¡La masa sinsombrerista debe de ocupar los asientos libres del patio de platea una y otra vez hasta convertir esto en institución y sean las propias voces de megafonía quienes inviten a ocupar los asientos libres tras apagar los móviles!

Una situación que hemos sufrido todos alguna vez es el hambre en nuestros auditorios. Pongamos por caso una ópera de Wagner, horas y horas de éxtasis o aburrimiento, según el caso, y sin nada que llevarnos a la boca en los descansos. Descartado el canapé con copita-flauta de champán que además de ser muy poco nutritivo no engaña al hambre y resulta muy gravoso. Wagner no está reñido con el jamón serrano ni con el chorizo. No deja uno de ser sublime por ingerir un buen bocadillo de panceta. Pero no, de eso no se vende, lo más cool es desnutrirse mientras se disfruta del concierto y para colmo se desea que los rugidos estomacales no se oigan más allá de nuestra propia butaca. ¿No está usted harto de comerse el bocadillo y las mandarinas oculto a las miradas indiscretas tras las columnas del auditorio o los cortinones de la segunda planta del teatro de ópera de turno? ¡Saquemos nuestros bocadillos del bolso! ¡Estemos orgullosos de dejar las migas de pan por los pasillos! ¿No se comen palomitas en el cine? ¿Por qué no comer durante el concierto? ¿Qué molesta más, una tos reincidente, el crujir de una bolsa con radiografías o el caramelo que se abre lentamente para intentar paliar la tos… o el crujir del pan tras un buen mordisco? Es más, desde hace años los cines de nuestro país subsisten en gran medida gracias a la venta de palomitas y refrescos antes que de la recaudación por venta de entradas… ¿no puede ser ésta una opción a la crisis de nuestros auditorios?

Una vez más, como en la magnífica película de Sidney Lumet Network (1976), levantémonos, abramos la ventana, saquemos la cabeza y gritemos: “¡estoy harto de las toses, de comerme el bocadillo a escondidas en los descansos y de ocupar los asientos malos estando libres los buenos y no pienso aguantarlo más!”.

En estos tiempos en los que, como en su momento dijera Musset, “el amor es un ejercicio del cuerpo y el único disfrute intelectual es la vanidad”, ciudadano de la polis o habitante del agro, yo le invoco: ¡deje su cráneo al sol o bien luzca un honesto gorro o gorra! ¡Dessombrerice su cabeza de ideas vacuas que le son ajenas! ¡Piense por sí mismo! ¡Hágase sinsombrerista!

Fiat lux.

Elena de Zúñiga

Publicado en verano del 2012

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