Nuevos tiempos para la lírica

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Nuevos tiempos para la lírica*

Prácticas emergentes en la industria discográfica

En 2007, el músico David Byrne declaraba a la revista Wired: “a lo que hoy llamamos el negocio de la música ya no es el negocio de producir música”. Lo llamativo es que esta percepción es generalizada entre los que solían ser tildados de outsiders de la industria, pero no parece ser la visión desde dentro. En mis múltiples entrevistas de investigación con músicos, promotores, productores y gerentes de negocios musicales, las posiciones están claramente delineadas: por un lado están los que siguen soñando con un futuro teñido de nostalgia que se parece sorprendentemente al pasado, y los que presumen de que la crisis es su elemento natural, el entorno en el que han nacido. Mientras algunos sueñan con una ley ministerial que ponga coto a las descargas de música en Internet y las antiguas ganancias por venta de soportes lleguen ahora de la mano de los servicios de pago de descarga o de streaming, la mayoría de los músicos han aceptado que el entorno que les toca vivir es el que es, que la música va a circular por mucho que el artista se empeñe en lo contrario, que el dinero se hace tocando en directo y que para esto es necesario tener una buena relación con los fans. Estos músicos no se preguntan por cuáles son los mecanismos del negocio de la música, se preocupan sobre todo por intentar saber si realmente hay algo de negocio, alguna forma de ganarse la vida.

La diferencia entre estos dos polos del mundo de la música es que unos han entendido que vivimos dentro de un nuevo paradigma cultural y los otros no. Los valores de la cultura digital son la creatividad, la transparencia, la participación, la responsabilidad, el compromiso, la tecnología… Cabe preguntarse si la industria de la música puede ser definida dentro de estos parámetros: las listas de los más vendidos siempre han tenido zonas de sombra y los artistas de cierto éxito han sido clonados por cada una de las discográficas en busca del beneficio, así que tanto la transparencia como la creatividad han estado siempre en tela de juicio. Pero, sobre todo, cualquier oyente de música tiene la percepción de que la gran industria ha sido incapaz de permitir la participación de los fans cuando los mecanismos tecnológicos empezaron a facilitarlo. Y, con los datos en la mano, es obvio que la industria musical lleva más de una década en una guerra absurda contra las tecnologías digitales, invirtiendo ingentes cantidades en iniciativas anticopia (¿alguien recuerda la Secure Digital Music Initiative, SDMI, y su sonoro fracaso?) en lugar de apostar por nuevas formas de distribución.

Son, por encima de su calificación, nuevos tiempos para la lírica. Muchas cosas han cambiado pero aún existen inercias que se resisten al cambio. Y, al tiempo, existen algunos mitos que propagan los apóstoles del nuevo sistema: uno de ellos es el fin de los intermediarios. El otro, la extinción del disco, sustituido por la canción individual.

Un negocio de la música sin intermediarios implica construir una imagen renacentista del músico: ya no se trata sólo de que componga y toque sus canciones, sino que en su camino hacia el público le toca asumir todas las tareas que salgan a su paso: grabar el disco, distribuirlo (probablemente a través de Internet), promocionarlo (toca un uso intensivo de las redes sociales), gestionar los conciertos, vender el merchandising… Es más que probable que muchos músicos no quieran, o no sepan, hacer todas esas cosas, así que los intermediarios siguen siendo necesarios. Lo que no quiere decir que esas relaciones tengan que darse a la vieja usanza, a través de un contrato discográfico, o a la nueva, en un contrato de 360 grados que implica que una única empresa gestiona la venta de música, los directos, los derechos de todo tipo. Como señalaba Gerardo Cartón, de PIAS, en el documental Perdidos en la carretera, antes los músicos tenían los huevos distribuidos en varias cestas y no parece una buena idea tenerlos en una sola. Pero el signo de los tiempos lleva a ese modelo, al menos para los que optan por un sistema relativamente similar al antiguo.

Los innovadores en la gestión musical apuestan por modelos de simetría variables, a veces los músicos asumen ciertas tareas y delegan otras, a veces deciden autoeditarse de la mano de quienes les llevaban los conciertos (el modelo Marxophone de Nacho Vegas y Refree, entre otros). La realidad es que en la mayoría de los casos las tareas no estrictamente musicales que no asumen los músicos terminan siendo encargadas a amigos y gentes cercanas, muchas veces más cargados de voluntarismo que de capacitación.

El segundo mito de la música digital es el de la muerte del disco. Es cierto que los servicios de descarga en la red y los portales de venta de música ofrecen la descarga de las canciones individuales: la inflación de las canciones causada por la extensión del CD probablemente esté en la raíz de este fenómeno. Sin embargo, para los músicos el disco es la unidad sobre la que se organiza la creación musical, la forma de marcar los cambios de etapa. Los grupos van componiendo canciones y en un momento entran a grabar una docena de estas. Con un disco en la mano, hay una buena razón promocional para envolver un concierto y un hecho noticioso que colocar en los medios, sea en la tradicional prensa musical, sea en las redes sociales. Los procesos, como señaló McBride a finales de los 70, son menos mediáticos que los eventos puntuales. Si bien el trabajo de los músicos es un devenir, está cuajado de marcas en el camino: esa es la función del disco.

Si en el apartado de la venta de música el divorcio entre la cultura digital y la industria de la música es evidente, la distancia va a más en el apartado de derechos de autor. Las normativas de propiedad intelectual son herederas de la imprenta y han ido aggiornandose a marchas forzadas para dar respuesta a los desafíos que cada nueva tecnología presentaba. Si aceptamos que con Internet llegamos a una nueva era cultural, la digital, parece necesario redefinir radicalmente el modelo de la propiedad intelectual y salir de las lógicas del control y del permiso para entrar en la lógica de los flujos. Un reciente estudio de la UE sobre la posible instauración de la tarifa plana de descarga de material protegido por derechos de autor asume que “los consumidores se han acostumbrado a crecientes niveles de control personal sobre cuándo, cómo y dónde usan los contenidos”. La cultura del cortar y pegar y compartir está ya firmemente instalada en las nuevas generaciones: sin embargo, las normativas de propiedad intelectual siguen aferradas a la idea de que el autor ha de tener el derecho de controlar los usos de su música. Probablemente haya que redefinir el modelo para asegurar la remuneración de los autores al tiempo que se respetan los valores centrales de los consumidores digitales: la privacidad, la libertad de expresión, la capacidad de compartir materiales culturales. El citado estudio de la UE viene a proponer un modelo de este tipo en aras de evitar los conflictos sociales que han acompañado las recientes reformas de las normativas de propiedad intelectual.

Si la venta de música ya no es un negocio y los derechos de propiedad intelectual causan profundos desacuerdos, el directo se ha consolidado como la principal fuente de ingresos de los músicos. Como señalaba un grupo de veinteañeros entrevistados, “los conciertos molan aunque no te guste la música”. Es precisamente en directo cuando las cualidades casi mágicas de la música para definir identidades, marcar temporalidades, señalar espacios o definir grupos sociales se hacen más evidentes. El directo es el reino de la experiencia, ese momento único en el tiempo y en el espacio, intangible, intransferible, incopiable. No deja de ser contradictorio que en un momento histórico marcado por la reproductibilidad digital de la obra de arte (parafraseando a Benjamin) sea el concierto, la experiencia aurática, el valor más defendido por músicos y públicos. En una era en la que cualquiera puede tener guardada cierta música, son precisamente los elementos auráticos las marcas de distinción: de ahí el repunte del coleccionismo de vinilos, de ahí el auge del directo.

Las estadísticas culturales de los últimos años registran un constante aumento tanto del número de conciertos como de asistentes: pero planea la incógnita de cómo se van a comportar las estadísticas cuando empiecen a recoger la crisis de las administraciones municipales y de las obras sociales, que mantenían en buena medida los conciertos, mucho más que la venta de entradas o los patrocinios privados. Si bien es cierto que el sector de la música popular, en claro contraste con el de la música culta, no ha estado subvencionado por los poderes públicos, han sido estos los grandes agentes de contratación, a través no de los departamentos de cultura, sino de los de festejos o juventud. Sólo recientemente el INAEM (Instituto Nacional de las Artes Escénicas y la Música) ha puesto en marcha una iniciativa de apoyo a la música popular, el programa GPS (Girando por salas).

La dependencia del mercado del directo de los poderes públicos locales es problemática no sólo por la contracción del dinero disponible a causa de la crisis. Quizás esta sea la ocasión para revisar cuál es el papel de las administraciones como dinamizadoras de la cultura y la música popular. A grandes rasgos, los problemas podrían resumirse en tres puntos: quién programa, cómo se mide el retorno y qué apoyos reciben las iniciativas a largo plazo. En cuanto a la primera, se requieren técnicos capaces de programar actividades musicales, pero sobre todo se necesita que tengan independencia de los caprichos de los políticos y obligaciones de cara a un proyecto cultural a largo plazo. Sólo así se evitará la práctica habitual de que los grupos más vendedores del momento toquen en todos y cada uno de los pueblos y ciudades de una comarca sólo porque los políticos no han resistido la tentación populista. La consecuencia de este tipo de prácticas ha sido una escalada de los cachés que sólo ha beneficiado a unos pocos artistas y que ha empobrecido monetariamente a los ayuntamientos y culturalmente a los públicos, a los que se niega sistemáticamente el acceso a alternativas musicales.

La medida del retorno de la inversión sería un factor de equilibrio frente a las tentaciones populistas y electoralistas. El apoyo a festivales o grandes eventos tiende a ser una aportación a fondo perdido envuelta en la retórica de la promoción de la actividad económica local; pero esa actividad no se mide, no se estudia y no se evalúa, de modo que no deja de ser un dogma de fe, creíble en la medida que otorguemos crédito a quien la enuncia.

El tercer problema se liga directamente a este: es vistoso apoyar un festival o un gran concierto prometiendo repercusión en la prensa e ingresos para los negocios de la zona, pero los beneficiados por este tipo de actividades no son los músicos locales, arrinconados o marginados en las programaciones de los festivales en favor de los grandes nombres. En muy pocas localidades hay una política clara de apoyo a los pequeños empresarios locales que se atreven a abrir una sala y a los grupos en busca de un circuito donde rodarse. Muy al contrario, los promotores locales se quejan de normativas que no contemplan la especificidad de sus espacios y de la falta de facilidades por parte de la administración. Los músicos viven un momento de auge del directo que implica un calendario lleno de opciones, consecuencia de la imperiosa necesidad de dar conciertos para conseguir ingresos. Viven, además, un escenario en el que son los propios músicos quienes alquilan el local, asumiendo los riesgos de la taquilla. Y, fuera de las grandes ciudades, la oferta es escasa: en consecuencia, no hay un público acostumbrado a asistir regularmente a conciertos. Cualquier grupo que hace una gira sabe que en muchas de sus paradas no habrá más de un par de docenas de asistentes, de forma que, en términos económicos, tocar lejos del lugar de residencia no resulta rentable en absoluto.

Todas estas variables definen un sector de la música popular tremendamente polarizado: la crisis de la industria musical se ha llevado por delante a las “clases medias”, ha empequeñecido a los grandes y ha pauperizado a los más pequeños, tanto en términos de empresas como de músicos. Con las últimas fusiones, el panorama de la industria se dibuja como un peligroso oligopolio en manos del dúo Universal-Sony, con apenas un 20% del mercado global para todos los sellos ajenos a los grandes conglomerados. La creatividad, el riesgo, la experimentación y la exploración de nuevos caminos seguirá, como ha venido siendo hasta ahora, patrimonio de las independientes, y sus éxitos serán fagocitados por las majors, cada vez más especializadas en la explotación de productos de riesgo nulo y beneficio seguro. Estamos en un momento de enorme actividad creativa en términos musicales y de exploración en busca de modelos de negocio novedosos. Y seguimos sin poder responder a la cuestión que Andy Grove, fundador de Intel, se hacía hace más de una década: “estamos atravesando el mayor periodo de creación de riqueza desde el Renacimiento, pero es preciso que nos preguntemos si estamos creando valor”. O, en otros términos, cabe preguntarse si el enorme esfuerzo de reinvención que los músicos están haciendo en su entorno económico y de gestión dará como resultado algo que aún pueda llamarse industria.

Héctor Fouce

* Héctor Fouce es Profesor de Comunicación en la Universidad Complutense de Madrid y Director de investigación de Caravan Proyectos de Cultura. Este trabajo ha sido presentado de forma oral en el Foro de las Industrias Culturales, celebrado en Madrid los días 15 y 16 de noviembre de 2011 en el Museo Reina Sofía de Madrid y organizado por la Fundación Alternativas y la Fundación Santillana. La investigación forma parte del proyecto I+D Prácticas culturales emergentes en el nuevo Madrid (Ministerio de Ciencia e Innovación, ref. CSO2009-10780).

 

Publicado en noviembre/diciembre 2012

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