Ópera española en el Siglo de Oro

Ensayo
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La ópera española en el Siglo de Oro

Génesis y ubicación histórica

VULGO.- Porque veáis que aunque soy loco,
no lo son mis consecuencias.
Ya el sagrado Manzanares,
al vernos en sus riberas,
a un cisne de sus espumas,
cantando en su edad postrera,
le hace cortar una de
las blancas plumas que peina,
para que en esta ocasión,
aun antes que a la obediencia
atento, atento al cariño,
represente en una nueva
Fábula a Venus y Adonis,
de quien el título sea
la Púrpura de la Rosa,
y no os admire, que sepa
yo el asunto ya, que el Vulgo
nunca aguarda que sucedan
las cosas, que adivinarlas
es lo mismo que saberlas,
por señas de que ha de ser
toda música, que intenta
introducir este estilo,
porque otras Naciones vean
competidos sus primores.

TRISTEZA.- ¿No mira cuánto se arriesga
en que cólera española
sufra toda una comedia
cantada?

VULGO.- No lo será,
sino sola una pequeña
representación; demás,
de que no duda que tenga
en la duda de que yerre
la disculpa de que inventa,
quien no se atreve a errar, no
se atreve a acertar, […][1]

A la hora de abordar el tema de la ópera española en el siglo xvii, entendiendo como tal el drama escénico íntegramente cantado, resulta prácticamente inevitable hacerse la siguiente pregunta: ¿por qué durante todo el llamado Siglo de Oro español, cuando los géneros teatrales con partes líricas gozaron de tan amplia aceptación, solo se llegaron a componer cuatro obras completamente cantadas?

En el diálogo anteriormente citado, correspondiente a la loa de la ópera La púrpura de la rosa, Pedro Calderón de la Barca reflexiona acerca de los riesgos que suponía la importación de un género extranjero enteramente cantado a una escena teatral habituada a la alternancia entre palabra hablada y palabra cantada. Desde entonces, la expresión “cólera española”, introducida aquí poéticamente por Calderón, ha sido adoptada por la historiografía musical para explicar la desafección del público hispano ante los géneros íntegramente cantados, con el argumento de su presunta incapacidad para asimilar el recitativo como una forma coherente de expresión dramática. Ello no explicaría, sin embargo, la amplia aceptación que tuvo la ópera italiana en los siglos siguientes o el hecho de que ni La púrpura de la rosa ni Celos aun del aire matan, las dos incursiones de Calderón y el compositor Juan Hidalgo en el género, recibiesen en absoluto una mala acogida. Y es que la realidad, como suele ser habitual, es algo más compleja.

Autores como Louise K. Stein y más recientemente María Asunción Flórez[2] han hecho hincapié en cuestiones de práctica musical y escénica como posible explicación de este fenómeno. Por un lado, todo apunta a que la música teatral española de este periodo no se prestaba de la misma manera que su homóloga italiana a un seguimiento prolongado de la acción ni tenía las mismas connotaciones expresivas. Su función se circunscribía más bien a breves números musicales desconectados unos de otros en los que muchas veces el propio contexto dramático justificaba que los personajes cantasen y bailasen. No era una música omnipresente como en la ópera italiana, sino que intervenía en momentos puntuales y casi siempre de forma más o menos diegética. Cuando se daba esta circunstancia la música apenas se diferenciaba de aquella empleada fuera de los escenarios (en ocasiones era la misma) y, por tanto, carecía de una vinculación dramática exclusiva con la obra representada. De un modo poético podría decirse que, a diferencia de la ópera italiana donde la música invitaba al espectador a “entrar” en la obra, aquí la obra y los personajes “salían” al mundo real a través de la música.

En comedias mitológicas y fiestas teatrales cortesanas era habitual que la divinidad y los seres sobrenaturales se expresasen a través del canto, en contraposición a los mortales, que usaban la declamación. Este recurso, que aparentemente acerca dichos géneros a la ópera, en realidad no hace sino alejarlos de ella, al poner precisamente de relieve lo “irreal” del canto, que no se da por sentado, sino que se justifica por las características especiales de determinados personajes. Por otro lado, a nivel escénico, es importante tener presente que las partes líricas eran ejecutadas en la inmensa mayoría de las ocasiones por las actrices y que la planificación de una obra enteramente cantada, y, por tanto, con mujeres haciendo papeles de varón, planteaba dificultades a la hora de adaptar personajes tipo tan sumamente arraigados en la tradición teatral española como el galán o el barba.

Finalmente, y no menos importante, está la cuestión “italianizante”, la cual, como bien apunta Juan José Carreras, nunca fue vista como un problema, exceptuando, quizá, la última etapa del reinado de Carlos IV, hasta que el auge nacionalista de finales del siglo xix quiso retrospectivamente que lo fuera.[3] Antes bien, era precisamente el aura cosmopolita del estilo italiano y la posibilidad que otorgaba de establecer un diálogo artístico de tú a tú con el resto de las cortes europeas lo que muy probablemente se buscó en los contados momentos en los que la corona española apostó por el drama íntegramente cantado como medio de difusión ideológico.[4] Unos casos, además, que estuvieron siempre sujetos a circunstancias políticas especiales, como veremos más adelante. Quizá la clave para responder a la cuestión de la escasez de óperas españolas en el siglo xvii la dé, precisamente, la fuerte naturaleza cortesana de las mismas, incompatible con su difusión por los circuitos comerciales que ya operaban de forma generalizada en el ámbito de los corrales de comedia, y que hubieran podido favorecer su estandarización. A este respecto, resulta conveniente recordar que, tal y como señala Álvaro Torrente,[5] tampoco las óperas italianas de corte que se estrenaron en su día en Florencia, Mantua y Roma tuvieron continuidad alguna hasta que en 1637 se estableció en Venecia un modelo de producción empresarial.

La primera ópera que se compuso en España (y la primera también fuera de la Península Itálica) respondió a este modelo cortesano, y puede considerarse en términos estilísticos como una ópera alla italiana, si no directamente italiana. Hablamos de La selva sin amor, con libreto de Lope de Vega (nada menos) y estrenada en el Real Alcázar de Madrid en 1627. El proyecto fue iniciativa del embajador del Gran Duque en Madrid, Averardo de Medicis, posiblemente como gesto diplomático para mejorar las relaciones bilaterales entre España y Florencia, y contó para su desarrollo con la participación destacada de varios artistas italianos, empezando por el compositor de la música, Filippo Piccinini (a quien asesoró en cuestiones estilísticas el aficionado Bernardo Monani), seguido por el director de escena Cosme Lotti. Este primer experimento operístico, cuya trama transcurría en una Arcadia idílica, lejos, quizá, de los austeros ideales estéticos de los Austria, no llegó a trascender el ámbito cortesano ni tuvo mayor repercusión en el panorama teatral de aquellos años, pero seguramente Felipe IV, gran mecenas de la música y las artes escénicas, tomó buena nota de su potencial como medio de difusión ideológica.

No fue hasta 1660, treinta y tres años después, cuando al ya maduro Rey Planeta se le presentaría la oportunidad de jugar esa baza, y no en una ocasión cualquiera: se trataba de la boda entre Luis XIV de Francia y María Teresa de Austria, acordada como broche final a la Paz de los Pirineos de 1659, una derrota sin paliativos para la casa de Habsburgo que de algún modo había que presentar como victoria ante los súbditos españoles. La exaltación del acuerdo hispano-francés se escenificaría a través de dos producciones operísticas de grandes proporciones cuya organización iba a correr a cargo del marqués de Eliche, una idea muy probablemente influenciada por el éxito, dos años antes, de la gran fiesta teatral Triunfos de Amor y Fortuna, también producida por este noble castellano, la cual había contado con un inusualmente elevado número de versos cantados.

Las dos óperas en cuestión fueron La púrpura de la rosa, estrenada ese mismo año y Celos aun del aire matan, en 1661, ambas con libreto de Calderón de la Barca y música de Juan Hidalgo. ¿Nos encontramos ante los dos primeros ejemplos de ópera genuinamente española? La respuesta no es sencilla, pues las connotaciones “italianizantes” eran evidentes para los contemporáneos y así quedó reflejado en la loa de La púrpura de la rosa. Por otro lado, a diferencia de lo que ocurría en La selva sin amor, poco hay en estas dos obras de estilo italiano en la versificación y, en líneas generales, el trabajo de Calderón se aproxima mucho más a los códigos del teatro de comedia español que al de la ópera italiana (y quizá eso explique en parte la buena acogida que obtuvieron).

Un problema añadido surge al intentar englobar ambas obras bajo un mismo género, pues, más allá de tener en común el hecho de ser enteramente cantadas, mantienen diferencias formales importantes: La púrpura de la rosa se ajustaría al modelo de zarzuela en un acto (ya dice Calderón en su loa que no conviene tentar a la suerte con una duración desmedida), mientras que Celos aun del aire matan, estrenada con algo más de confianza tras el éxito de la anterior, encajaría con el de comedia en tres. Por si esto fuera poco, y aunque se trate de una cuestión meramente nominal, Calderón no utilizó nunca el término “ópera”,[6] y de hecho este no aparecerá en el título de obra española alguna hasta una fecha tan tardía como 1698, en referencia a la “ópera cantada” La guerra de los gigantes de Sebastián Durón.

Sea como fuere lo cierto es que el éxito operístico de Calderón e Hidalgo no se tradujo en una continuación estilística ni tampoco puede desvincularse de su naturaleza como acto conmemorativo patrocinado por la monarquía, análogo en ese sentido al de la ópera Ercole amante, que desde el otro lado de los Pirineos y con motivo de la misma celebración (aunque con dos años de retraso) Luis XIV encargó a los dos compositores más influyentes del momento: Francesco Cavalli y Jean-Baptiste Lully. A diferencia de lo que estaba empezando a ocurrir en Francia bajo el reinado del Rey Sol, los Habsburgo nunca demostrarán interés alguno por desarrollar una ópera nacional como tal y esa tendencia se mantendrá durante la mayor parte del siglo xviii bajo la nueva dinastía, cuya preferencia por la ópera italiana se hará más que evidente.

Y es que, llegados a este punto, y quizá con más dudas que certezas, puede que haya que replantearse si fue algo tan anómalo el que solo se compusieran cuatro óperas en España en todo el Siglo de Oro.

 

Miguel Arnaiz Molina

 

Bibliografía

Boyd, Malcom; Carreras, Juan José; Leza, José Máximo (eds.). La música en España en el siglo XVIII. Madrid, Cambridge University Press, 2000.

Flórez, María Asunción. Música teatral en el Madrid de los Austrias durante el Siglo de Oro. Madrid, ICCMU, 2006.

Stein, Louise K. Songs of Mortals, Dialogues of the Gods: Music and Theatre in Seventeenth-Century Spain. Nueva York, Oxford University Press, 1993.

Torrente, Álvaro, “Del corral al coliseo: armonías del teatro áureo” en Álvaro Torrente (ed.), Historia de la música en España e Hispanoamérica, vol. 3. Madrid, Fondo de Cultura Económica, 2016.

[1] Pedro Calderón de la Barca, loa de La púrpura de la rosa, 1660.

[2] María Asunción Flórez, Música teatral en el Madrid de los Austrias durante el Siglo de Oro, Madrid, ICCMU, 2006, p 291.

[3] A este respecto, se tendía a señalar este proceso de “extranjerización” como causa de una supuesta pérdida de “identidad nacional” y del subsiguiente “atraso cultural” de España con respecto al resto de potencias europeas. Un discurso que sería igualmente asumido en ambos polos del espectro político. Véase: Juan José Carreras, “1. Introducción”, en Malcom Boyd, Juan José Carreras, José Máximo Leza (eds.), La música en España en el siglo XVIII, Madrid, Cambridge University Press, 2000, pp. 13-14.

[4] En este sentido, resulta tentador establecer una analogía con la difusión del renacimiento en España más de un siglo antes, cuando el llamado purismo arquitectónico, adaptación española del clasicismo renacentista italiano, se empleó de forma más bien puntual como símbolo propagandístico de las aspiraciones cosmopolitas de Carlos V.

[5] Álvaro Torrente, “Del corral al coliseo: armonías del teatro áureo” en Álvaro Torrente (ed.), Historia de la música en España e Hispanoamérica, vol. 3, Madrid, Fondo de Cultura Económica, 2016, p. 349.

[6] Teniendo en cuenta que el término opera (literalmente “obra” en italiano) no podría ser más indefinido, conviene relativizar la importancia de su uso.

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