Las siete maletas o la maldición de Layla
Eric paseaba nervioso de un lado a otro de la habitación. Si le hubieran contado los pasos que llevaba andados seguro que rondaba ya la mitad del viaje al mundo en ochenta días a base de zancadas cortas. Se podía apreciar un ligero descoloramiento en las baldosas del suelo que pisaba, a poco que uno fuera algo observador.
Una vuelta. Otra más. Otra.
Patty estalla.
¿Te quieres estar quieto de una vez? Me estás poniendo nerviosa.
No puedo evitarlo respondió Eric al cuello de su camisa.
Otra vuelta. Sigue. Gira. Suspiro.
Seguro que viene
Qué optimista.
Vuelta. Giro. Resoplido.
No es para tanto, yo creo.
Cariño. ¿REALMENTE crees que no es para tanto?
…
…
Pero aceptó la invitación, ¿no?
Paseo. Cambio de lado. Paseo.
El zoom se va alejando de la escena y en la parte inferior de la pantalla aparece un cartel que reza: “Diez años antes ”.
Lo malo de ser alguien a quien la gente idolatra es que hay que estar siempre a la altura del héroe con el que te confunden. Siempre has de ser épico en lo que haces, inolvidable en lo que dices, incontestable en lo que piensas.
Algo parecido a eso debía pensar Eric Clapton (aunque tal vez con unas palabras algo más turbias por culpa de tanto paraíso artificial) cuando, con apenas 20 años, empezaron a aparecer las primeras pintadas de “Clapton is God” por las paredes de medio mundo. Había tenido una infancia extraña. Su mamá le tuvo muy joven, tanto que para evitar la vergüenza en el vecindario le dijeron que su madre era su hermana, y así los abuelos pasaron a ser padres, y el nieto un hijo. Tardó mucho en enterarse y, cuando lo hizo, no quiso que fuera así. Renunció a ese querer escondido hacia su hermana como quien tira a la basura un boleto de lotería no premiado.
Dejó los estudios poco después de que sus padres (perdón, sus abuelos) le regalaran una guitarra. Enrolado casi por despiste, participó en un par de grupos históricos, Yardbirds, Cream, se hizo famoso, se acercó a la mala vida y desde entonces la llevó con él. Pero el hecho que hizo que su vida cambiara vino de donde no se esperaba. Participó en una grabación de los Beatles con su guitarra Fender a cuestas e hizo muy buenas migas con George Harrison. Compartían gustos, delicias, sensaciones, maneras de entender lo que había ahí fuera. Se hicieron inseparables como un niño y su globo. George, de sinceridad a borbotones le enseño a Eric una canción que le había escrito a su esposa, Patty Boyd llamada Something.
A Eric le encantó. Era una de esas noches en las que el tiempo se dilata y desaparece debajo de las láminas de una persiana. Ya fuera comenzaba a amanecer cuando George le contó cómo conoció a Patty haciendo la película “A hard day’s night”. Ella era modelo, inteligente y guapa hasta el insulto. La vio. Se acercó. Dijo “Hola”. Ella sonrió. A él se le acabó el mundo al ver su boca de falsa quimera. Y le dijo: “¿Te quieres casar conmigo?”. Ella dijo “Vale”. Y se casaron. No era una licencia poética, la historia. Esa fue su forma de quererse.
Eric estaba desconcertado. A George se le empezaba a llamar ya “el hombre tranquilo” ¿Enamorarse así? ¿George? Imposible. Quiso conocerla. Hizo mal. Vino. Vio. Y le venció. Se enamoró de ella hasta el tuétano del hueso más diminuto. En la fiesta en la que se vieron por primera vez, Eric aprovechó que estaba a solas con ella en la cocina y cruzó sus primeras palabras. Le dijo: “¿Te casarías conmigo?”. Ella: “Ahora no”. Fin de la conversación. No fue una licencia poética, la conversación. Esa fue su forma de desencontrarse.
Y Eric se emborrachó y se fue a por la hermana de Patty, que era clavadita en todo menos en lo esencial. Esto planteaba muchos problemas. Primero, el obvio, estar con una mujer como licor desconsuelo de otra. Esa manía que tienen los corazones supervivientes a un naufragio de creer que el recoveco en el que cabe una persona sirve para otra. Pero no. No sirve. Ese amor es un juguete roto. Ocupa el espacio pero no se ilumina. Es luciérnaga enferma.
El segundo problema es que Eric ya tenía otra novia. Ésta, obviamente, le mandó a paseo con un lenguaje que, con el permiso de ustedes, no voy a reproducir. Pero los testigos dan fe de que la maleta de Eric voló por la ventana y casi aplasta a un pobre transeúnte que lo más cerca que había estado de alguien famoso fue el día que vio firmar libros en unos grandes almacenes a Paul Simon. Primera maleta rota.
Bueno, pues Eric se enamoró a lo loco (¿hay alguna otra manera?). Ni que decir tiene que no le dijo una palabra a George. La pareja seguía felizmente su vida perfecta.
Y, buscando el olvido, como decía el poeta, se dio a la bebida y a recopilar consuelos entre las amapolas de plástico de su jardín y en las páginas múltiples de Keats. Se pasaba el día suspirando por las leves huellas de Pattie mientras desnudaba a su hermana y la besaba con la rabia de quien no ennegrece el cuerpo de otra persona, con la palabra estafa clavada en la comisura. Él nunca quiso entender que no hacía el amor con ella, sino contra ella.
En este estado de las cosas, un buen amigo de Eric, Ian Dallas, le dejó un libro con algunas leyendas y poemas persas. Y ustedes ya saben que cuando uno anda enamorado, la forma de las señales de tráfico te recuerda a la geometría sin aristas de tu amada; el olor a tierra mojada te subleva el cuerpo y te revela aromas de su piel. Y el frenazo de una moto en un paso de cebra te anuncia el vértigo de mirar su paso. No era una licencia poética, el desmayo por ella. Esa fue su forma de pretenderla, un inventario de actos nimios.
Así que leyó el poema de Nezami Ganjavi titulado “Layla y Majnun” o “La locura de Majnun” o cualquiera de los nombres con los que ha sido traducida…
Según cuenta el poema, Majnún se enamora de Layla que, por tradiciones ancestrales, no puede casarse con él estando prometida a otro por no deshonrar a su padre, que es quien ha organizado el casamiento. Majnún huye al desierto y se pasa media vida escribiéndole poemas de amor en la arena con la punta de un palito. Hasta morir de locura tras el fallecimiento de ella.
Cuando preguntaron a Majnún donde vivía Layla,
desgarrándose el pecho les mostró su corazón en ruinas.
Cuando Layla murió le dijeron:
Layla ha muerto.
Pero Majnum respondió:
¡No! ¡Layla no ha muerto!
Vive en mi corazón. ¡Ved, yo soy Layla!
Y Eric, tan enamorado como poco original, pensó en Pattie. Cogió su guitarra y compuso en poco más de media hora la música de “Layla”, con su asombrada novia escuchando atónita. La pobre chica comprendió en ese momento que no la quería a ella, sino a su hermana. Un relámpago doloroso en mitad del rostro. Una bofetada impensable. Paula (que así se llamaba la hermana de Patty) puso las cuatro camisas sin bolsillos que tenía Eric en una maleta y la tiró por la ventana, acompañada de un par de guitarras, un shitar y el puñetero libro de Majnún. Por suerte en este caso, bajo la ventana había un jardín particular y no se lamentaron víctimas, excepto la segunda maleta rota.
Y fue pasando tiempo, maniático él en no detenerse nunca. Mientras tanto, Eric formó un nuevo grupo, Dereck and The Dominos, y grabó un disco con varias canciones dedicadas a Patty, Layla incluida, claro. Ese disco, mítico y necesario, se llamó Layla and other assorted lovesongs.
¿Adivinan quién es la que aparece en el cuadro de la portada? En efecto. Para el disco, la canción se amplía con un solo de piano maravilloso que Eric escuchó al batería Jim Gordon una tarde que estaba ensayando solo en el estudio, suspirando melancolías de Pattie. Además, llamaron a Duane Allman para que hiciera de segundo guitarrista y les salió ese monumento.
Y aquí se acaba lo bueno.
Eric regala a Patty una maletita con el disco, el libro de leyendas persas, unos poemas que le ha ido escribiendo y un par de cosas más que le recuerdan a ella. Pattie le pide que pare ya con la obsesión y para cerciorarse de que se ha entendido meridianamente claro su mensaje, tira por la ventana todas las cosas que le ha dado Eric (tercera maleta rota).
La relación entre el trío comienza a hacerse insostenible. Eric y George se distancian.
Eric comienza a desmoronarse. El disco es un fracaso. No ha entrado ni en listas. Su padre-abuelo acaba de morir. Layla-Pattie no le quiere. No puede mirar a la cara a su mejor amigo. Y Duane Allman, el guitarrista que le ayudara a grabar la canción en su día, se mata en un accidente de moto poco después de la grabación.
La maldición de Layla.
Y con ese sabor amargo pero cálido de la derrota, Eric se deja caer a los abismos de la heroína, donde se le multiplican los monstruos y se le hinchan las piernas a los miedos, y se le desgastan los dedos con los que toca, y se hacina en la ruina y pierde el mundo de vista y cae cae cae. Durante un tiempo se teme por la muerte de Eric. Se ha convertido en una abominación que no reconoce ni a los antiguos amores ni a las viejas certezas. Le ingresan medio muerto, le tratan, le limpian las entrañas como si quemarle los desechos de dentro le hiciera ser menos desecho por fuera. Y sale adelante. Con una herida en mitad del pecho, pero sale. Con una cicatriz de cuerpo entero en forma de Pattie.
Y cuando ya parece estar recuperado, justo entonces, vuelve ella. Que discute con George. Que descubre que éste se pasa las giras inaugurando con sus manos pedazos de la piel de la esposa de Ringo. Sí. En esas giras en las que ella no va por no desconcentrarle. En las mismas. Cuarta maleta. Ésta de George. Y se refugia en Eric, tanto, tan bien, con tanta leña en su chimenea que acaba por empezar a arder cierta llama en la mirada de ella. Y los besos comienzan a ser en la comisura de los labios y no en las mejillas. Y los labios tardan en separarse y están levemente abiertos. Y él renace de sus miserias y se hace grande para cobijarla. Y aunque Pattie y George se reconcilian…
…el hecho es que un molesto viento sigue avivando el deseo prohibido de Eric & Layla. Siento arder una llama antigua, que decía Dido.
Y claro, acaba pasando. Eric coge de la mano a Layla y se fugan juntos (no es licencia poética, la huida. Perderse fue su forma de encontrarse), dejando a George con su rabia entre los dedos y un puñado de “te lo dije” en sus oídos. George reúne todas las pertenencias de Pattie y las tira al mar guardadas en una maleta. La quinta.
Y los regalos de Eric van en otra. La sexta.
Y podría parecer que esto es todo, pero no. Revisando George los papeles de Pattie, descubre que la chica ha sabido atrapar los labios de otras gentes. Como de John Lennon. Como de Mick Jagger. Como de algunos otros varios. Y en una séptima maleta guarda todas las cosas que él, el hombre tranquilo, le ha escrito al amor de su vida, a la musa incombustible de su talento y la tira al contenedor más alejado de la ciudad.
Con el aliento a estafa rondándole la boca, vuelve, llora y, discretamente, rehace su vida.
Fundido en negro.
Llegamos al lugar del principio de la historia.
Eric está nervioso. Es el día de su boda. Se va a casar, por fin, con Pattie, casi diez años después de su enamoramiento y de que le regalara en secreto la canción de Layla. El último invitado en confirmar su asistencia es George Harrison. A pesar de todo lo vivido, de todo lo dolido, tal vez, haya conseguido perdonarles.
Se acercan al lugar de la boda. Antes de entrar en el recinto, Eric cree escuchar una música familiar. Al reconocerlo, no puede evitar ponerse a llorar. En el centro del pasillo que les lleva al altar está George Harrison. Con su guitarra. Tocando, sonriente, Layla.
Y entre risas, con las miradas cómplices de toda la concurrencia, Eric se casó, por fin, con su Pattie, sin licencia poética alguna, al calor de las notas de Layla tocadas por el hombre al que le había robado la mujer
FIN
Orquesta Pelota
Foto proveniente de: Photobucket