Ravel en las mejores manos. Joaquín Achúcarro interpreta los dos conciertos para piano de Maurice Ravel

Crítica
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Ravel en las mejores manos

Joaquín Achúcarro interpreta los dos conciertos para piano de Maurice Ravel

Temporada 17/18 “Redenciones” de la Orquesta y Coro Nacionales de España. Concierto para piano en sol, Concierto para la mano izquierda, Maurice Ravel; Sinfonía doméstica op. 53, Richard Strauss. Joaquín Achúcarro (piano). Orquesta Nacional de España. Pedro Halffter Caro (dir.). Auditorio Nacional de Música, 25 de noviembre de 2017.

Sorprende comprobar el revuelo que causa un concierto de Joaquín Achúcarro. Sorprende que, después de tocar algunos de los más difíciles y venerados conciertos para piano y orquesta –los de Brahms, Rajmáninov, Beethoven o Mozart–, sean los de Ravel, en toda su singularidad dentro del género, los que finalmente sean considerados por la crítica y el público melómano de nuestro país como su especialidad en lo que a música concertante se refiere. Sorprende comprobar que, al contrario que muchos otros, Achúcarro haya cultivado por igual su interés por el Concierto en sol que por el Concierto para la mano izquierda. Y sorprende ver que, a sus ochenta y cinco años, el maestro sigue teniendo una fuerza desbordante que le permite asumir ambos retos pianísticos en una misma tarde. Más de dos y de tres músicos jóvenes, en activo como profesores e intérpretes, comentarían conmigo este mismo hecho a la salida del concierto, todos ellos con idéntico asombro. Una nueva muestra de que la vitalidad y la veteranía no están reñidas, encarnadas ambas esta vez en uno de los pianistas más grandes que nuestro país ha dado al mundo.

Ravel mantuvo durante mucho tiempo la idea de interpretar él mismo la parte solista de su Concierto en sol y para ello, a fin de vencer las dificultades técnicas que –como compositor– había propuesto en la partitura, se entregó con intensidad a los estudios de Liszt y Chopin. Según Marguerite Long, esto le fatigaba en extremo y le privaba de tener momentos de brillante inspiración creadora. Finalmente sus amigos le presionaron para que abandonase la idea y cediese la posición a un pianista con más medios. Al maestro Achúcarro le sobran. En su modestia, el bilbaíno dirá que el piano ayudó, que tuvo un buen día. Pero lo cierto es que todos los que asistimos al concierto pudimos ver la templanza y el dominio escénico de un pianista que ha hecho del escenario su espacio personal, que lo llena y lo controla con la destreza que sólo los años y miles de conciertos a la espalda pueden aportar. Su intervención en el primer movimiento fue algo tímida, o quizá la orquesta adoptó una postura demasiado extrovertida, haciendo que el piano se quedara un poco atrás en sonoridad. En el segundo, sin embargo, sucedió la sinergia perfecta en la que, tras la bellísima y desolada exposición del solista, la orquesta se incorpora suavemente y lo envuelve todo, como cubriéndolo con una cálida manta, para consolar el sollozo del piano. El culmen del concierto se alcanza con el tercer movimiento, divertido y animado como pocas páginas de la literatura concertante para piano y orquesta. Achúcarro expuso aquí todo su dominio técnico de la obra y consiguió arrancar del público la primera gran ovación de la noche.

La vida de Ravel está plagada de anécdotas –algunas deliciosas, otras no tanto– y el Concierto para la mano izquierda tiene la suya correspondiente. La obra fue encargo del pianista austriaco Paul Wittgenstein, que había perdido el brazo derecho en la Gran Guerra. En un atrevimiento que ningún intérprete se permitiría hoy, Wittgenstein se tomó la libertad de modificar el texto de Ravel, añadiendo notas en la parte solista y cambiando algunos aspectos de su orquestación. Ravel, que no estaba al tanto de estas alteraciones, presenció horrorizado el estreno de la obra el 27 de noviembre de 1931. Tales libertades provocaron, naturalmente, un inevitable enfrentamiento entre las partes implicadas, hasta el punto de que Ravel llegó a aseverar que los intérpretes son esclavos del compositor. Encarar este concierto requiere del pianista un equilibrio ejemplar, entendido aquí más allá de su significado habitual: equilibrio formal, pues debe ser capaz de otorgar individualidad a cada sección sin perder la fluidez del movimiento unitario; y equilibrio físico, pues los constantes y rápidos desplazamientos por toda la extensión del teclado empleando una única mano no son lo habitual en la interpretación pianística. A Joaquín Achúcarro no le falta ninguno de estos dos tipos de equilibrio y lo demostró con una interpretación muy variada, que transitó por la luz y la oscuridad, por la energía del vibrante pasaje de acordes central y por el lirismo delicado de la majestuosa cadenza justo antes de la coda. La orquesta hizo un trabajo excelente y la dirección de Halffter fue de todo punto impecable.

La maravillosa conjunción del binomio orquesta-pianista propició la segunda gran ovación de la velada y empujó al octogenario intérprete a obsequiarnos con una generosa propina. Cuando se estrenó el Concierto en sol, la sala Pleyel de París estaba abarrotada y el éxito fue tal que Marguerite Long –quien finalmente se encargó del estreno– tuvo que volver a tocar el tercer movimiento como bis al finalizar la première. En esta ocasión Achúcarro regaló al público madrileño una célebre página de otro gran francés, Clair de lune de Claude Debussy. El aplauso que el respetable le dedicó al pianista bilbaíno fue largo, cálido y sincero, en justo reconocimiento no sólo a su labor puntual de un concierto, sino a toda una vida dedicada a la música.

Tras el intermedio la Orquesta Nacional interpretó la Sinfonía doméstica op. 53 de Richard Strauss. Después de haber escuchado un Ravel fabuloso en las mejores manos era difícil estar a la altura, pero una vez más la ONE no defraudó. La versión que Halffter hizo de la obra –que tiene más de música programática que de sinfonía, estrictamente hablando– fue rica en colores, variada en personajes. Merece la pena destacar el trabajo de la inmensa sección de metales, que aportó una calidez y una rotundidad sobrecogedoras al balance orquestal. Sólo un detalle habría podido convertir un concierto magnífico en algo casi perfecto: haber programado la obra de Strauss en la primera parte, y despedir la velada con la participación de Achúcarro –lo que, además, habría sido aún más coherente con la denominación del concierto, “Achúcarro, 85 aniversario”–.

Me habría gustado poder escuchar en directo a Rubinstein en sus últimos conciertos, haber podido disfrutar del talento de Benedetti-Michelangeli antes de que nos dejara en 1995, o haber estado en el Carnegie Hall durante el mítico recital de Vladimir Horowitz. Hay momentos en la historia que conocemos sólo de segunda mano, a través del testimonio de quien pudo estar allí y lo dejó escrito. Pero dentro de cincuenta y cinco años tendré la edad que hoy tiene Achúcarro y podré decir, si es que llego, que lo han visto mis ojos y que pude presenciarlo. Que lo he vivido.

Álvaro Menéndez Granda

Fotografía: Codalario.

Publicado en nº 31 de 2017″ id=”mes” alt=”verano” border=”none”/>

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