Otello: la maldad sin malicia

Crítica
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Otello: la maldad sin malicia

o cuando se calla más de lo que se dice

Otello, Giuseppe Verdi, libreto de Arrigo Boito, basado en la obra de Shakespeare. Gregory Kunde, Ermonela Jaho, Alexey Dolgov, George Petean, Vincenç Esteve, […]. Orquesta Titular del Teatro Real, Renato Palumbo (dir.); Coro Titular del Teatro Real, Andrés Máspero (dir.). Nueva producción del Teatro Real en coproducción con la English National Opera y la Ópera Real de Estocolmo. David Alden (dir. de escena). Teatro Real, 27 de septiembre de 2016.

Casi siempre resultan más interesantes los mundos entre los renglones que la arquitectura simple de las palabras. Los pasillos anejos a los ambigús de los teatros de ópera están empapelados de conversaciones que se nutren en exceso de unas sinopsis que, parafraseando libremente al poeta, callan más de lo que dicen, aunque digan la verdad. El discurso oficial es que Otello va de celos. Pero no. O al menos no parece ese el espíritu último, sino sólo su manifestación más obvia. Esos celos son la fiebre, pero no la enfermedad. Debajo de Shakespeare o de Verdi o de Boito anida la certeza del desequilibrio, la idea de que aquello de la balanza entre contrarios es un invento para iletrados emocionales y que el ser humano se siente más cómodo en lo trágico que en la carcajada. Por resumir, la mansedumbre del bien frente al mal en catarata.

El Teatro Real decidió abrir la temporada en una mezcla siempre arriesgada entre el crepúsculo verdiano y el Shakespeare maduro, con un montaje de buen fondo pero aspecto neutro y un reparto con menos pirotecnia de la que se esperaba, en parte por la ausencia de la Desdémona de Krassimira Stoyanova, que canceló a última hora. Y es arriesgado inaugurar con Otello porque el nivel de matiz que precisa y la gramática de la violencia tan brutal que practica están al alcance de muy pocos a estas alturas de temporada. La idea del montaje de David Alden partía de una buena premisa: la decrepitud del presente. Se muestra un único escenario móvil con alguna variación que está resquebrajado, descascarillado en todo punto y con una utilización de los iconos cercana a nivel estético a lo que podría ser un Bizancio low cost, 500 años tras la caída de Constantinopla. La nostalgia del ayer está tan presente como la incapacidad para afrontar lo nuevo sin mirar atrás; pero tras las sensaciones iniciales, la inmovilidad escénica acaba por entorpecer la continuidad dramática, y en el vacío de elementos sobre las tablas la cama ha de ser también el puerto, y la mesa de los estrategas es a su vez el jardín del ardor. Demasiadas cosas dejadas a la imaginación del espectador, que ha de vestir y desvestir íntimamente toda la desnudez que el montaje nos arroja.

El reparto se sostenía en Gregory Kunde, muy de moda en los últimos años por su condición de inesperada Ave Fénix. Su Otello funcionó intermitentemente, mejor en los ultrajes y la impotencia que en los despliegues heroicos. Su presencia impone y transmite, y consigue que el color de piel obviado en esta producción sea irrelevante. La voz siempre bien colocada aunque reservando mucho durante el primer tercio de la ópera, no arribó a la emoción hasta el “Dio mi potevi scagliar”, y a partir de ahí mantuvo la tensión hasta el final sin llegar en ningún caso al desgarro. El montaje no le ayudó en una escena final que, de haber estado bien resuelta, habría provocado mucha más conmoción que la que provocó.

El escarpado personaje de Desdémona tiene muchas caras por las que intentar escalarse. Ermonela Jaho optó por la cordada fácil, la que basa su fuerza en la constancia de la servidumbre. Siempre fiel, siempre dulce, siempre mártir. El juego le valió durante los dos primeros actos, luego la virulencia de Otello va desgastando la credibilidad de su Desdémona. Su canto fue de más a menos, con una proyección potente pero abierta en los sobreagudos y una tendencia a ocultar los graves que en Verdi tiene poco encaje. Con todo, su personalidad apareció en los lugares en los que se la esperaba e hizo el trabajo atroz de desmenuzarse en escena acto a acto.

Iago (George Petean) debía estar construido como una versión maniquea del Cobb de Origen, la película de Christopher Nolan. Capaz de sembrar semilla, de regar sin prisa, de recolectar un odio puro, ya escurrido. Hacer eso es muy complicado pero es el fundamento real de la ópera. Al final vimos más una especie de Detritus, de La cizaña de Astérix, con inmaculada capacidad para presentar la duda pero hecha con tal inocencia y falta de malicia que se acaba por dudar del raciocinio de Otello. El traslado de estos elementos a la voz fue transparente: emisión rocosa, sin brillo ni tampoco fisuras, fraseo directo y embellecimientos justos. El coro mantuvo un buen nivel, si ladearse hacia la turba y con dicción estupenda. Una pena que su movimiento general pareciera algo vago por el escenario.

El tipo de Verdi que dibuja con la orquesta Renato Palumbo es muy de fuego artificial. Bellos estallidos y momentos de efecto indudable, aunque falto de un discurso continuo que contara la historia que no cuenta el libreto. El reto de la orquestación y concepto armónico de Otello es ser capaz de no perderse en su apátrida zigzagueo musical, que se pasea por la estética de Wagner, revisa a Weber, coquetea con Brahms y regala algún homenaje a Rossini. No pareció tanto durante la representación, pero el resultado general fue más que suficiente y el tour turístico por los momentos fundamentales de la ópera lógicamente subrayado.

En este despiece de elementos pudiera parecer que el resultado tuvo la consistencia de un castillo de arena, pero en realidad la música del Otello está tan bien escrita y el drama tan inteligentemente expuesto que los peros quedaron en segundo plano. Sin arder en la corrosiva lava de Otello, la ópera emocionó discretamente a un Real abarrotado que agradeció justamente el esfuerzo de Kunde por encima del resto del reparto.

Mario Muñoz Carrasco

Fotografía: Javier del Real.

Publicado en febrero 2016

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