Christian Zacharias: el devenir de la música

Crítica
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Christian Zacharias:

El devenir de la música

 

Le Tombeau de Couperin, M. Ravel; Concierto para piano nº 25 en Do Mayor KV 503, W. A. Mozart; Sinfonía en Do Mayor, G. Bizet. Auditorio Nacional, Sala Sinfónica, 5 febrero 2011. Orquesta de cámara de Lausanne. Director: Christian Zacharias. Solista: Christian Zacharias.

La noche del sábado 5 de febrero acogió en la Sala Sinfónica del Auditorio Nacional el segundo de los conciertos que componen la XV edición del Ciclo Complutense. Un programa cautivador y un público muy receptivo que tras el embrujo de M. Ravel y la energía de W.A. Mozart en una primera parte, culminó el hechizo con la fascinante Sinfonía en Do Mayor de G. Bizet. Este encantamiento no puede entenderse sin la labor interpretativa que desempeñó la Orquesta de Cámara de Lausanne, que encauzados por el director y solista Christian Zacharias, protagonizó la velada.

En numerosas ocasiones hemos sido víctimas o verdugos de una comprometida experiencia dialéctica, es decir, es seguro una situación compartida el que nos hayamos, o nos hayan cuestionado en algún momento, qué es el arte, en qué consiste el arte. Ante este inefable concepto, es el periodista Enric González quien nos acerca a una visión del término presentando una de sus definiciones, esto es: “el arte es el instrumento que nos permite descubrir las preguntas que se ocultan tras las respuestas que nos rodean”. De este modo, una multitud de respuestas fueron expuestas en el concierto, interpretadas bajo un principio fundamentador: la transitoriedad de la música. Así, el ir y venir de los sonidos, los diálogos, debates y “discusiones” musicales entre instrumentistas, los juegos de matices y timbres, así como la recreación de atmósferas modulantes, se combinaban entre extremos completamente opuestos, pero siempre encontrando un vínculo entre ellos, un vínculo transitorio que configurase un todo orgánico. De modo que los diferentes elementos y parámetros musicales, fluctuaban, giraban y se entremezclaban orquestando la esencia del acontecimiento, el devenir de la música. Y es ante este devenir, ante el que paradójicamente, el arte nos descubre una pregunta, que a su vez es respuesta, y que lleva por nombre, Christian Zacharias.

Por otro lado, sería un error o desacierto, y en cualquier caso no correspondería con la auténtica realidad, destacar únicamente la figura del director, ya que el mérito del resultado también fue del conjunto orquestal, por lo que no debe relegarse su cometido a un segundo plano. Así, la imagen visual producida por los cables que sustentaban los micrófonos, era semejante a una tela de araña que nacía y enlazaba los extremos más altos del auditorio, reencarnando por correspondencia, la perfecta telecomunicación entre los músicos. De esta manera, la idea musical del director no sólo era compartida por los ejecutantes, sino que participaban de ella, ya que en definitiva, la orquesta es la productora del sonido en última instancia. Del mismo modo, el director-solista mostró una extraterrestre destreza fundiendo y entretejiendo el discurso pianístico en el orquestal, haciendo de este cúmulo de interrelaciones comunicativas un toldo que cubría y se descubría por todo el auditorio.

De esta forma, Le Tombeau de Couperin, una obra cargada de fantasía que poco tiene que ver con el carácter del contexto bélico y desgarrador en el que se realizó, hace uso de un lenguaje original y detallista, con un carácter sonoro distintivo en el que la consecución melódica y rítmica puso en evidencia la meticulosa compenetración entre los instrumentistas. Fue el Concierto para piano nº 25 de W. A. Mozart un pretexto que mostró la inagotable energía que transmitía el director-solista, carácter que continuó estable e incluso in crescendo hasta el final de la Sinfonía en Do Mayor de G. Bizet. Prueba de esta vitalidad fueron los “bises” ejecutados al término de ambas partes del evento, lo que potenció un ambiente más cercano, olvidando la formalidad convencional del programa. Este hecho denotó la comodidad y bienestar de los intérpretes en el escenario, así como el disfrute del espectador, caracterizando el acontecimiento por una espontánea naturalidad.

En definitiva, es por este suceder, este devenir sonoro, es decir, por todas estas respuestas por las que nos preguntamos ¿qué es lo que sucedió en el auditorio?, y es la evidencia la que lo recapitula y lo resume, evidencia ante la cual únicamente se puede decir: sencillamente, música.

Noelia Frías Hernández

Archivo histórico: entre febrero 2011 y enero 2012

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