Conversaciones en la catedral

Crítica
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Conversaciones en la catedral

Mozart entre el eco y la rabia

Mozart: Requiem, KV. 626. Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real. Director: Ivor Bolton. Director del coro: Andrés Máspero. Camilla Tilling, Ann Hallenberg, David Alegret y Alastair Miles. Fundación El Greco 2014. Catedral Primada de Toledo. 20 de septiembre.

Con multitudes, nervios y unas medidas de seguridad altamente incómodas para todos los que no pertenecen a la Casa Real, Mozart puso la guinda al ciclo de misas de réquiem en la catedral de Toledo que se iniciara con Mutti (Verdi) y Noone (Morales) a cuenta del Centenario del Greco. En este caso el director era Ivor Bolton, tan presente últimamente en la actualidad madrileña desde su nombramiento como director musical del Teatro Real, y la orquesta del coliseo madrileño, es decir, la Orquesta Sinfónica de Madrid, llámese ahora como se quiera llamar.

El entorno era impagable (el interior de la Catedral Primada de Toledo), donde las columnas apenas se distinguían de los guardaespaldas por el pinganillo y la Curia paseaba tan atareada y agrupada de un lado a otro que aquello parecía más una serie eliminatoria de los 400 metros con sotana. El problema, distracciones aparte, radicaba en las condiciones acústicas, que eran bastante ingratas. Una excesiva reverberación insistía en rebotar el sonido entre las paredes mucho después de haber finalizado la última nota de cada número, y tanto eco acaba por desnaturalizar muchos de los ingenios armónicos de Mozart. Bolton se vio obligado a dejar pasar mucho más tiempo del habitual entre parte y parte a cuenta de empezar con el oído limpio y la mirada puesta hacia adelante. El director siguió por la senda mostrada en sus últimos trabajos con esta orquesta (los operísticos Alceste o Le nozze di Figaro), con lecturas de poco matiz pero enorme peso en las dinámicas, que parecen responder a un intento de viaje iniciático del oyente: el Mozart rabioso que inicia el réquiem dista mucho del relativo abandono de los compases finales, de la esperada llegada a Ítaca. Bolton insiste en la visceralidad de esta partitura, entendiéndola desde un punto de vista inconformista, como si rechazara su muerte de antemano. El coro se esforzó bien en solventar los desequilibrios sonoros del recinto y colaboró en esa cólera mantenida que a fuerza de repetirse a veces merodeó peligrosamente la monotonía.

La orquesta sigue por este camino de espinas que es el aprendizaje historicista, agilizando las dinámicas y suprimiendo vibratos, así que a veces se acumulan momentos de mérito y alguno más destemplado posiblemente provocado por los efectos desconcertantes de la acústica eclesiástica (muy claros con el trombón en el Tuba mirum). Poco a poco el invento les va funcionando, los tics románticos se relajan, pero la sensación general es la de ciervo recién nacido dando un segundo paso. Bolton se centra por ahora en el trabajo tímbrico, y ceñido a la partitura procura trasformar lo confuso en grandioso, con éxito intermitente.

Por lo demás, el reparto era de altísimo nivel en las mujeres y con más reparos en los hombres. Tanto Hallenberg como Tilling supieron adecuarse al intento de discurso terrenal, casi extrovertido, del director. Sus voces no fueron angelicales (tampoco la cuerda femenina del coro) pero no por deficiencia de diseño sino por decisión estética. Buen empaste, expresividad sin histrionismos y adecuación al estilo. Por el contrario, Alastair Miles presentó un instrumento ya con fatiga de materiales, con un vibrato que entorpecía según qué pasajes. El bajo sólo encontró acomodo en el último tercio de la obra. David Alegret por su parte mostró una voz de emisión extremadamente fácil en los agudos, timbre atractivo y mucho vuelo, un punto en exceso rossiniana. La conjunción de ambas voces no siempre fue elegante. En los números de conjunto cada uno hacía lo que podía por conseguir un resultado coherente; a menudo funcionaba, a veces se agrietaba el invento.

Con todo, el espectáculo fue muy disfrutable, y más cuando uno puede completarlo a modo de colofón con un paseo nocturno por dentro de una catedral iluminada intermitentemente. Al otro lado de las bóvedas y la piedra blanca, en la plaza de Zocodover, una pantalla retransmitió en directo el Requiem para viandantes, curiosos e informados. Me cuentan que los niños que se sentaron en primera fila apenas pestañearon. No se me ocurre mejor ni más profundo halago.

Mario Muñoz Carrasco

David Blázquez/Fundación El Greco 2014.

Publicado en noviembre 2014

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