Impoluto Bartók

Crítica
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Impoluto Bartók

Los últimos compases del Cuarteto de Tokio

Cuarteto de Tokio. Béla Bartók: Cuartetos nº 4 y 5, Lera Auerbach: Abschied (Despedida). Martin Beaver (violín), Kikuei Ikeda (violín), Kazuhide Isomura (viola), Clive Greensmith (violonchelo). Ciclo Series 20/21 Auditorio Nacional de Música. Madrid, 30 de noviembre.

Especialmente tras las aportaciones de Beethoven el cuarteto de cuerda se erigió como el gran género de vanguardia de la música de arte del Romanticismo en adelante. Estimado conceptualmente como una de las formas más abstractas y puras, la escritura para dos violines, viola y violonchelo ha sido considerada por los compositores del XIX y del XX todo un desafío para sus capacidades creadoras. Y es que, el cuarteto de cuerda ha sido el formato preferido por los grandes maestros para expresar su pensamiento musical. En el caso de Béla Bartók se hace más que evidente este ideario artístico. Si se hace un repaso por su literatura cuartetística, se observa cómo el compositor húngaro consagró todo su potencial creativo a esta formación, experimentando a lo largo de treinta años con todo tipo de recursos instrumentales, expresivos y retóricos. En este sentido, la conquista de Bartók de un lenguaje plenamente idiomático para el conjunto a cuatro permite que sus seis cuartetos puedan equipararse, en trascendencia, con los beethovenianos.

Cuando se unen la obra maestra de un compositor genial, una formación legendaria y cuatro instrumentos únicos, uno cree tener la sensación de estar asistiendo a un momento muy especial de la Historia de la Música. La leyenda del Cuarteto de Tokio va más allá de un encuentro de cuatro músicos de una calidad y genialidad inmensas  –actualmente, y tras diversas recomposiciones con integrantes de diversas nacionalidades y edades, sólo el cincuenta por ciento justifica el apellido japonés–. En concreto, el Tokio se identifica con unos instrumentos determinados: el llamado Cuarteto Paganini, cuatro stradivarius con una interesantísima historia. Niccolò Paganini los adquirió en el siglo XIX y, tras ser comprados en 1995 por la Nippon Music Foundation a la Galería de Arte Corcoran de Washington, fueron cedidos al cuarteto. En lo musical, el Cuarteto de Tokio, respaldado por una trayectoria deslumbrante, una amplia discografía y numerosos reconocimientos, ha sido una de las formaciones de cámara más importantes y longevas del siglo XX. Ha sido, y no es, porque ya han anunciado sus integrantes que se despiden la presente temporada después de cuarenta y tres años desde su fundación en la Juilliard School de Nueva York. En su visita a Madrid interpretaron los Cuartetos cuatro y cinco de Bartók, que no sólo están en la cúspide de la producción del compositor, sino que conforman uno de los hitos de la música escrita para cuarteto de cuerda.

Todos el pasado 30 de noviembre éramos conscientes de que se daban todas las condiciones para que el legendario conjunto cosechara un éxito rotundo en el Auditorio Nacional y se viviese una velada perfecta, sin tachas. Sin embargo, las bajas temperaturas de ese viernes de finales de noviembre tuvieron sus consecuencias. Sumado al comienzo abrupto de la tarde, provocado por la entrada de público sonando ya los primeros compases del quinto cuarteto de Bartók, el frío helador fue acusado por los asistentes cuyas toses, accesos y demás ruidos invernales sacaron del concierto y desconcentraron a más de un espectador. A esto eran ajenos los cuatro integrantes del cuarteto. O lo parecía. Sin inmutarse en las casi dos horas de concierto, el Bartók del Cuarteto de Tokio, impecable, eso sí, pareció más bien un ejercicio de estudio de grabación que un concierto en un auditorio con lleno casi absoluto.

Muy inteligente la planificación en el mismo programa de los dos cuartetos de Bartók, que para nada obedece a motivos casuales. Aunque los separan en el tiempo seis años, son muchas más las razones que los unifican. La obsesión por la macroestructura formal es una de las constantes que articulan el pensamiento compositivo del músico húngaro y, en muchas ocasiones, es en los aspectos matemáticos de la música donde encuentra las diversas soluciones arquitectónicas básicas para construir su discurso musical. En este caso, el cuarteto nº 4 (1929. sz, 91) comparte con el nº 5 (1935. sz, 102) el espíritu palindrómico de la forma de arco que estructura los cinco movimientos de cada obra. A pesar de poseer una morfología tan cerebral, la propuesta de Bartók no está exenta de esteticismo, pues la música sobrecoge por su emoción, expresividad y áspera belleza de inspiración popular que, tras el filtro del compositor, apenas se antoja reconocible. La lectura del Cuarteto de Tokio de las dos partituras fue colosal y funcionó prácticamente a la perfección. Caracterizados siempre por la contundencia sonora, esta vez trascendieron la técnica  –indispensable en Bartók por el amplio abanico de recursos instrumentales que se despliegan en sus páginas–  y ofrecieron un recital de inmensa calidad llegando a hacer partícipe al público del tan personal universo bartokiano de texturas, colores y rugosidades.

Los dos cuartetos fueron interpretados sin respetar el criterio cronológico. Posiblemente su ordenación responda a motivos dramáticos: el Cuarteto nº 4, más enérgico y con un mayor sentido de cierre, se ajusta mejor que el nº 5 para rematar el concierto. Pero no sólo se iba a escuchar a Bartók. Como muy bien se observaba en las notas al programa, la tarde estaba dedicada a Maestros y aspirantes. La poliédrica y polifacética artista Lera Auerbach tuvo el privilegio de ser flanqueada por la música del húngaro y presentó una partitura  –en estreno absoluto–  para el mismo conjunto a cuatro que gustó: Abschied (Farewell). Muy sugerente la apuesta de la compositora por la desinhibición estilística y el eclecticismo a la hora de combinar lenguajes. Sin embargo, en ocasiones la inspiración parecía dejarse seducir por el canto del violín en detrimento de la sintaxis y el lenguaje propios de un género camerístico. Lo interesante, sobre todo, fue la honda carga simbólica que encierra un título tan metafórico como Despedida. Mediante una ya de por sí elocuente organización: Prólogo y Epílogo, los dos movimientos funcionan como marco estructural de algo que no existe, que no se ha escrito o que se quiere elidir.

Una despedida cuya función es marcar un límite, un antes y un después, que como tal apenas es tangible y tan sólo da pie a la nostalgia y al recuerdo. La excepcional versión de Bartók del Cuarteto de Tokio fue bien recibida y reconocida por el auditorio. Pero, detrás de una interpretación simplemente perfecta, algo fallaba. En gran medida, lo que pareció no funcionar fue la comunicación entre el cuarteto y el público. ¿Otra elisión intencionada? Quizá sea un repertorio que los intérpretes conocen demasiado bien o que han leído hasta la saciedad, con todo, lo cierto es que los asistentes acusaron que apenas se cruzasen miradas los músicos. Nadie niega, porque es evidente, la profesionalidad, complicidad y conexión que existe entre ellos –dentro de los límites lógicos que imponen las diferencias generacionales–, pero se echó en falta ese toque de calidez, cercanía y magia que diferencian a los conciertos en directo de la escucha de una grabación discográfica. Además, los años no pasan en balde y, aunque musicalmente gocen de una vitalidad y juventud envidiables, quizá la ilusión no sea la misma después de tanto tiempo. Aun así, los que asistimos al recital vivimos uno de esos momentos antológicos que quedan grabados en la memoria de cualquier melómano gracias a la conjunción de un repertorio de inmensa altura con una formación de más que sobrada talla.

Juan Carlos Justiniano López

Fotografía de
Christian Ducasse

Publicado en enero 2013

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