El rodillo de los recuerdos

Ensayo
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El rodillo de los recuerdos

Perder canciones

Las frases suben hasta desvanecerse en una columna de inmensa magia, y sabemos qué nos va a decir cada una de esas líneas desde hace casi cuarenta años, quizás desde hace mucho tiempo más, ¿y qué tiempo es éste?, nos preguntamos, frases montadas sobre fondos negros, tan profundos e imposibles como el abismo de estrellas inmutables que no son, no pueden ser simple título de película, y luego simple trama de motivos y asuntos, al final frases con el poder de unir pasados, presentes y futuros bajo la misma sintonía, en el horizonte de una música común. Hay las frases, pues, y un océano de entretenimientos, toda una gramática de posibilidades. Los caballos van vestidos por toneladas de acero galáctico y surcan la galaxia a la velocidad de la luz, las murallas y los colosos se hacen subir sobre imperios de imaginación y rigor, la voluntad, el brío y el honor se ejercen a golpe de destreza láser, las magias azul y roja atadas por infinitas nostalgias, símbolos, tradiciones. De inicio, sin embargo, todo esto no es y no pide más que esas frases recortadas en el telón, letras gordas y amarillentas, y la música gigante de un genuino e infinitamente compartido patrimonio emocional, una música armada en los recuerdos, en el capital de entusiasmos que renuncia a cualquier explicación o secreto. Y es eso. Puede que la música a veces sea un puro rodillo de recuerdos, de fragmentos aislados e híper-ventilados en el cobijo del tiempo, y perder la música un paso más en el abismo de la soledad. Y entonces te acuerdas o te das cuenta: perder canciones, perder alturas. Perder la música, perder el cuerpo. Que luego vendrá el silencio y con él la noche y el anhelo, cierta alegría que no pide otra cosa que alguna concesión ante los guiños de tus infancias, ante los gigantes del bien y del mal que, en las respectivas esquinas de la música, cuando ésta sube y se agranda y luego eventual y necesariamente se disipa, esos gigantes del bien y del mal se equipararán con el transcurrir de los años al mismísimo bien y al mismísimo mal, y te los crees como si no hubiesen otras medidas para el mismísimo bien y el mismísimo mal. Que a veces también la música es así de imponderable, y como tal de insondables sus magias, la dimensión de la melodía, la anchura de cada intervalo, nuestras moradas particulares en el escondite de sus tesoros. Las frases, el fondo negro y la música. Los sables azules, los sables rojos y la música. La aventura, el calor y la música. El bien, el mal y su música. Siempre la música por color, paisaje definitivo de los cuadros, de cada momento figurado, del baúl de memorias onde se esconden la curiosidad, la niñez y el ansia de maravillas. Y entonces todo lo demás es pura memoria, pura inmortalidad, o más bien pura mentira: las naves, los héroes, los robots, la impostura de la fantasía, el paso de los años sobre generaciones que se suceden e, incesante, inabarcable, la música de John Williams otra noche y otra noche más, en la valiente melancolía de las películas y en el sosiego del cinema. Y es eso, otra noche más y mañana otra vez la música gigante, que puede que quedemos para regresar juntos, tus años con los míos, hace mucho, mucho tiempo, en una muy lejana galaxia.

Hugo Milhanas Machado

Publicado en febrero 2016

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