La importancia de las emociones
La importancia de las emociones
Por una enseñanza educacional de la música
Los años ochenta del siglo pasado vinieron a ser denominados como la “década del cerebro”. Neurólogos y economistas especialmente, pero también biólogos, sociólogos, psiquiatras y psicólogos, así como expertos de otros y diversos campos científicos y filosóficos, comenzaron desde entonces a unir esfuerzos, impulsados por la urgente necesidad de plantearse nuevas preguntas, ante la actitud social dada y la de los individuos que la conforman.
Los estudios y la historia habían situado a la razón como eje sobre el giraban todos los contextos. La sociedad hija de la época ilustrada es una comunidad pensante, filosófica y científica, barnizada por las demás artes y mecida por la música, manifestación artística hasta ahora considerada mucho más cerca de la locura que de la razón. Las últimas conclusiones románticas abren una profunda brecha en algunos ámbitos, heridas que van a tardar en sanar, teniendo en contra las huellas sociales impresas en las mentes, tanto individuales como colectivas. Los arquetipos de la razón dirigen la entrada en escena de cualquier manifestación científica, filosófica o artística. La música, lejos de escapar de las funciones arquetípicas que rigen las normas sociales y culturales, se enraíza en su suelo y se eleva a las alturas bajo la batuta masculina del maestro director, que alza su gesto, permitiendo la actuación de la diva, esa loca insolente que muestra sus emociones en público, que mata o sufre por amor y sin remedio, no pudiendo controlar sus pasiones, que se desbordan en una muerte segura, mezclada con aplausos en ocasiones enardecidos.
Las emociones habían sido relegadas a un último plano. Manifestarlas era símbolo de debilidad, por lo que el género femenino –estudiado en sus características de género menor por emocional–, frente al masculino –género mayor por racional–, aunaba en sí todos los requisitos para sufrir inexcusablemente algún tipo de histeria, ésta sí, prima hermana de la locura del siglo XIX. De este modo, la mujer música es en silencio, es en la sombra, es detrás de un pseudónimo, pero es, y eso nadie ha podido evitarlo. La lucha feminista va dando sus frutos rescatando historias, estrenando obras, dirigiendo conciertos, continuando su labor docente incansable, transformándola no sólo en un modo de vida o una profesión, sino colaborando en una enseñanza educacional en la que las emociones y los estilos de cada una también dejan su huella, del mismo modo que lo hacen nuestras investigaciones. Y es que las “emociones”, aquello que dominaba perniciosamente el alma femenina, han vuelto a escena, pero lo más curioso es que se han presentado a través de la ciencia, lo que está haciendo emerger diversas filosofías y psicologías, que se entremezclan con los asuntos científicos, incluso aparecen ciencias de nueva creación, colaborando al entendimiento de las emociones y su papel en nuestras vidas, como señales que informan de nuestro estado anímico y corporal.
En los albores del siglo XXI, hemos pasado de ser animales racionales a ser animales emocionales. El adelanto lo constituye el descubrimiento de que lo que hacemos es gestionar nuestras emociones (bien o mal), dándoles forma mediante los pensamientos de la razón, esto es, a través del uso de la inteligencia. Pero lo primero de todo, la materia prima de la razón, no es otra cosa que el conjunto de nuestras emociones, provocadas por los estímulos que reciben los sentidos. Así, se está llevando a cabo todo tipo de comprobaciones, nuevos experimentos y reflexiones que iluminan las sendas emocionales, presentándolas como la vía para descubrirnos a nosotros mismos en interacción con el descubrimiento que hagamos de los demás.
Esta situación plantea un enorme reto para la enseñanza de la música. En muchos otros países, pero también en algunas comunidades españolas (sobre todo Extremadura y País Vasco), se han formado redes de escuelas (alguna de ellas integra un centro musical) que apuestan por la transformación del paradigma reinante –de una educación basada en los procesos de enseñanza-aprendizaje intelectual–, en un paradigma de “enseñanza educacional” en el que se integran tanto los conocimientos como el aprendizaje de las emociones. Una de las más sentidas habitualmente por los estudiantes de música, muchos profesionales y algunos reputados intérpretes y oradores es la del miedo escénico. No me refiero únicamente a la ansiedad entorpecedora y castrante del que actúa con angustia en un escenario con su instrumento, pues no todos los músicos y las músicas[1] somos intérpretes ni lo deseamos ser. Quien se dedica a la docencia o a la musicología tiene que hablar en público profesionalmente, pero si la cuestión del intérprete no ha tenido por ahora la atención que necesita en estos menesteres, menos todavía se han detenido los programas oficiales en considerar la faceta de la oralidad en algunos músicos que también poblamos nuestro país.
De este modo, el reto es doble. Por un lado, se plantea la necesidad de educar emocionalmente al intérprete y también al orador, al estudiante y también al profesor, pero ¿cuál es la vía?, ¿dónde están las herramientas pedagógicas y cómo las utilizamos?, en definitiva, ¿cómo lo hacemos? Las respuestas son duras. En el ámbito musical español, prácticamente se repite una y otra vez la misma terapia cognitivo-conductual para el control emocional que sólo da resultados ocasionales. No obstante, está emergiendo en España un colectivo que comienza a ser numeroso y que, aunque esté localizado más en el campo de la enseñanza obligatoria, la de personas con Altas Capacidades y diversos escenarios empresariales, sí que puede ofrecer vías y herramientas que podamos utilizar si echamos mano de nuestra gran imaginación, que como profesionales de la música poseemos, sin duda. En otros países se vienen realizando algunas investigaciones de gran interés sobre las emociones en los músicos. La cuestión es buscar, investigar lo que hay, seleccionar e interiorizar algunos procedimientos que, ofrecidos para y desde otros ámbitos, podemos hacer nuestros y musicales, es decir, poner en marcha una transdisciplinariedad para el asunto.
Una cosa está clara: la reforma de la educación ha de llevarse a buen puerto, pero no podemos esperar a que cambien las leyes para cambiar nuestro contexto, nuestra aula, ese territorio que lideramos algunos y en el que podemos ir introduciendo las nuevas cuestiones pedagógicas y didácticas, que progresen hacia una enseñanza educacional completa. Saber lo importante que son las emociones, así como su gestión adecuada, y no tenerlas en cuenta con nuestros estudiantes, con nuestros compañeros, en fin, con todas las personas que configuran nuestro entorno, es algo –incuestionablemente– mucho más que arriesgado.
Rosa Iniesta Masmano
[1] En adelante, entiéndase los dos géneros