Grita al mundo, rompe el aire
Luz Casal, Madrid Arena, 4 febrero 2mil11, concierto benéfico.
Instalaciones deportivas del Madrid Arena, 4 de febrero. Miles de partículas –hasta 8mil individuos– conforman la masa granulada del público. Autoridades. Inquietud y griterío en las gradas. Aunque no se trate de una competición deportiva, se siente el vendaval del desafío, del riesgo.
Luz Casal no decepciona, sino que se lanza, como en una competición de atletismo, echándole un pulso a la ley de la gravedad. No sólo a la gravedad de su reciente enfermedad –por cuya erradicación se celebraba el concierto–, sino también a la ley física descubierta por Newton, contra la que la cantante luchó con una sorprendente flexibilidad, transmitiendo energía a través de los saltos roqueros, la sensualidad de los bailes a ritmo de bolero, su sonrisa de sencilla alegría –casi infantil–; y también a la inversa, mediante unas inverosímiles y gimásticas inclinaciones ante el público que le permitieron literalmente besar el suelo. El suelo de un escenario arenoso casi terrestre, que engendra vida, a la cantante y a todos los asistentes.
Pero no queremos mantenernos “a ras de suelo”. La voluntad de Luz Casal habíamos dicho que era alzarse, romper el aire. Y no es ésta una elevación de tipo místico o etéreo. Es un ascenso escalonado, ya que se sirve de medios terrenales, campechanos, para alzarse de una manera sencilla y majestuosa al mismo tiempo. Sus peldaños, en efecto, son las palabras, para nosotros tan banales, tan gratuitas, y que sin embargo en labios de Luz adquieren el peso de la experiencia, se cargan de todo su contenido.
¡Cuánto pesan las palabras! Sobre todo las consonantes, sus componentes más burdos, quizás por ello usualmente atenuadas en música para dar prioridad al lirismo de las vocales. Sin embargo, en la boca de Luz Casal las consonantes –al igual que lo eran en la de Edith Piaf– no son una carga, sino que constituyen una pértiga que catapulta la expresividad de cada significado. Así, el discurso musical se basa en la acentuación de cada oclusiva, cada fricativa, en la gigantesca expectativa que se crea desde que el cuerpo comienza a querer hablar –proceso durante el que a veces se emiten sugerentes rumores (como cuando uno empieza a decir el sonido /g/) – hasta que la explosión sonora se lleva a cabo. “¡No subrayes!”, reprendían las madres de antaño. Pero Luz se sirve de este recurso constantemente, acentuándolo todavía más que en sus años ochenteros, apoyándose en unos casi imperceptibles retrasos rítmicos respecto a la banda, signos de elegante rebelión, pero que a la vez enriquecen la música: cargan el silencio, disparan la palabra. Se construye inevitablemente un discurso telegráfico, de ataques vocales concisos y significados concentrados; no la línea melódica, más diluida y continua de la Luz de antes.
Los silencios, retardos o aceleraciones de la voz crean un tira y afloja que hace imposible, incluso para sus acérrimos fans, predecir cómo Luz maquillará las palabras, el modo en que la siguiente balada –que conocen de memoria y sin embargo no consiguen tatarear en paralelo a la artista– será cantada. Aunque los temas de siempre, incluso los roqueros –donde la palabra es menos libre y por tanto brillaron menos–, estuvieran presentes, el bolero se convierte en el estilo estrella de la noche, en el que Luz supo compaginar su particular cadencia consonántica con un profundo conocimiento del género, basado en una estética que coincide precisamente con la suya propia: flexibilidad de la voz y énfasis musical de cada palabra, al que la banda añade un rico acompañamiento rítmico y tímbrico –desde violines a trompetas, pasando por las manos de excelentes teclistas y guitarristas–, y sobre todo latino, que dulcifica las palabras de los boleros, haciéndolas menos amargas, menos desoladas de lo que habían sonado en la boca de cantantes como Bola de Nieve, Mercedes Sosa o Violeta Parra.
Todo concluye tras dos horas de concierto que se le hacen al espectador sorprendentemente cortas. Y es que, aunque parezca una contradicción, las palabras que pesan, que están llenas de música, de expresión, de sentimiento y de consonantes comulgan con el oyente y se digieren con mucha más naturalidad que las vacías, artificiales, refritas, llenas de aire, que saturan el estómago nada más ingerirlas. Un concierto saludable, benéfico; nunca mejor dicho.