L’enigma di Lea
L’enigma di Lea
Ópera y siglo XXI
Una bella mujer, Lea, bailando en solitario bajo un escenario que evoca una época sin tiempo ni nombre; una tenue luz desnuda que mantiene la incertidumbre; una melodía que brota de la flauta y perpetúa con cierta dulzura los movimientos suaves de aquella mujer. De repente, y de forma espasmódica, cae fulminada y es cubierta por un manto oscuro. Abboheh… Abboheh… Abboheh… son las palabras que brotan inmediatamente de ella de forma lenta y obsesiva, como un lamento incomprensible.Así da inicio la tan esperada ópera del compositor Benet Casablancas (Sabadell, 1956) con libreto de Rafael Argullol (Barcelona, 1949), que llegaba después de diez años sin que el Gran Teatre del Liceu asumiera la responsabilidad del estreno absoluto de una obra de dimensiones tan grandes y complejas como es una ópera. Era el sábado 9 de febrero, una fecha que casualmente coincidía con la celebración de Santa Eulàlia y la mezcla de pólvora y Gegants contrastaba con la formalidad y lujo propio en estas grandes citas.
Pese a ser la primera ópera escrita por Benet Casablancas, un compositor con una larga trayectoria, no hay duda alguna de su capacidad para construir una partitura rica en matices, y sobre todo de exponer con claridad una estructura dotada de gran sentido narrativo para darle vida a un argumento que desafortunadamente se deshacía en su avance y que gracias al magnífico trabajo de la orquesta, liderada por Josep Pons, no se permitió que cayera en un tedio absoluto. El libreto de Rafael Argullol falló pese a los intentos de ubicarlo en un pedestal con cierta áurea de profundidad inexistente y se ahogó en su propia ambición.
La partitura de Benet Casablancas consigue un objetivo claro: apoyar al libreto y dotarlo de sentido dramático con momentos llenos de color, evocando atmósferas y buscando que la tensión dramática nos conduzca a algún lugar, ése que el libreto no nos ofrece y que contrariamente nos permite caer en un espacio vacuo e infértil.
La dirección escénica liderada por Carme Portaceli es discreta; aunque lentamente avanzará con acierto y respetará la idea que tal vez se quiere enseñar al espectador: una alegoría de la esclavitud y el ahogamiento inconsciente y casi masoquista al que se expone el ser humano en la búsqueda infructuosa por la perfección y la belleza, la enorme ceguera existencial. Una gran celda fija emula esta sensación y un desordenado público remarca este caos.
El trabajo interpretativo está protagonizado por una Allison Cook convincente pero sin mucho brillo que da vida a Lea, una mujer poseída violentamente por la inconmensurable arbitrariedad de un Dios que, por un efecto casi de osmosis divina, le revela el secreto de la inmortalidad o ella en su descuido lo vislumbra y lo roba. Debido a este acto de inocente imprudencia es condenada a vagar en la eternidad sin derecho a amar y a ser vigilada por dos personajes con más papel de consejeros que de guardianes: Milleocchi (Felipe Bou) y Millebocche (Sonia de Munck), acertados en su interpretación. En su perpleja errancia, conoce a Ram, un sonámbulo despojado de los sentidos por espiar la Muerte mientras se bañaba en un río. Aquí resaltar el magnífico trabajo interpretativo de José Antonio López, el mejor sin duda, que supo ofrecernos un personaje bastante convincente. Aparece en escena otro gran acierto, el Doctor Schicksal, interpretado por un excelente Xavier Sabata en un registro adecuado y un color muy bien elegido por el compositor. Xavier da vida a un antiguo propietario de un circo reconvertido en el psicólogo principal de un Centro para Marginados en un suburbio urbano desolado.
Michele (David Alegret), Lorenzo (Antonio Lozano) y Augusto (Juan Noval-Moro) fueron los encargados de intentar robarle sin éxito el preciado secreto a Lea y las tres damas de la frontera, encarnadas por Sarah Blanch, Anaïs Masllorens y Marta Infante, de protegerla. El trabajo interpretativo de estos personajes pese a la pobreza argumental es bastante sólido.
El gran y tan esperado estreno se salvó del desinterés gracias a una partitura que fue capaz de ofrecernos páginas de enorme belleza, como la última danza entre Lea y Ram en el tercer acto: un insinuante pasaje instrumental maravillosamente apoyado por el acertadísimo trabajo coreográfico de Ferrán Carvajal. La Orquesta del Liceu, liderada por Josep Pons, pudo resaltar con maestría los matices de una partitura extensa y compleja. El trabajo escénico de Carme Portaceli, aunque algunas veces corrió el riesgo de apoyarse en elementos kitsch; mantuvo la coherencia y en términos generales fue muy acertada. Donde lastimosamente no hubo acierto fue en el libreto, un discurso flojo donde las palabras no lograron encontrar (ni lo encontrarán) el camino adecuado para ofrecernos la perfecta comunión de la música y el teatro, objetivo que se marcaron al imaginarse la ópera del siglo XXI.
El telón bajó después de un largo y lento movimiento escenográfico y los aplausos aparecieron, la pregunta es: ¿por agradecimiento o por protocolo? Los pasillos se llenaron de comentarios y la sensación que siempre queda es una evidencia: muy pocas veces se actúa con sinceridad en estos momentos.