La montaña Sainte-Victoire de Leonskaja

Crítica
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La montaña Sainte-Victoire de Leonskaja

Leonskaja en el Auditorio Nacional de Madrid (Sala Sinfónica). 5-X-2021. XXVI Ciclo de Grandes Intérpretes de la Fundación Scherzo.

 

Pero en realidad, de Cézanne quería aún decir que nunca hasta ahora se había revelado hasta qué punto la pintura es algo que ocurre entre colores; cómo hay que dejarlos totalmente solos para que se definan mutuamente. El tráfico entre ellos: eso es pintura. El que allí introduce sus palabras, el que organiza, el que deja de algún modo actuar también su reflexión humana, su agudeza, su función de abogado defensor, su agilidad mental, perturba y enturbia ya ese hacer. [1]

En el lluvioso domingo del 6 de octubre de 1907, el bohemio Rilke se dirigía al Salon d’Automne a la primera exposición monográfica de Cézanne. Este acontecimiento, que a priori podría ser anecdótico en la vida del poeta, se convierte en un punto de giro de su reflexión sobre la producción artística, como atestiguan las cartas a su esposa Clara Westhoff.

Rilke quedó anonadado por la propuesta de Cézanne: humilde y, al mismo tiempo, de pincelada inconfundible; descriptiva pero en busca de universalidad. El arte toma, desde la perspectiva del pintor, un aura de necesidad y de prisma a través del cual analizar el mundo objetivamente. Las herramientas de su descripción son los colores puros y la tan difícil labor de plasmar la tridimensionalidad en el lienzo bidimensional.

Las cartas de Rilke, que datan del 6 de octubre al 24 del mismo mes, podrían confundirse con las reflexiones de un oyente del concierto que Elisabeth Leonskaja ofreció al público madrileño casi (a falta de un día) 114 años después. Así como Cézanne empleaba los colores, Leonskaja usó el sonido puro, sin reparos de estilo ni historicidad, presentando un programa heterogéneo unificado por la perspectiva unívoca de la pianista georgiana.

Los cuadros de Leonskaja se conformaron de bloques y motivos bien definidos de sonidos. La paleta de colores de la pianista es increíblemente rica en matices, texturas y volumen. Cada color quedó bien delimitado en una zona del lienzo: no hubo apenas transiciones de discurso de modo que los temas se fracturaron en texturas paralelas que van apareciendo y desapareciendo.

En los tres Klavierstücke D 946 la propuesta de Leonskaja casó perfectamente con la construcción de Schubert. En estas piezas breves, el alemán usó un estilo composicional en el que la arquitectura a gran escala se sacrifica frente a la construcción por yuxtaposición de secciones. De este modo, el arte de construir por colores de la pianista delineó un tumultuoso comienzo en la primera pieza, seguido de un pianissimo subito y dulce con el brillo de las escalas en el primer andante. “El uso del blanco como color le resultó natural desde un principio” comentaba Rilke sobre los cuadros de Cézanne. Del mismo modo, Leonskaja usó naturalmente volúmenes que rozan lo inaudible y toques superficiales como efecto de ligereza.

La pianista empezó la segunda y tercera pieza con un aire casi naive. Esa ingenuidad que tienen los bodegones de Cézanne: rojos y amarillos vivos que contornean elementos frutales. Después de un primer deslumbramiento por los colores tan primarios, el espectador se percata de la composición más amplia y el hechizo de la candidez queda roto. Siempre hay un elemento no banal: la perspectiva que no casa entre todos los elementos, el fondo de colores oscuros y de pinceladas opuestas. De este mismo modo Leonskaja fue descubriendo al espectador todas las esquinas de su lienzo: en la segunda pieza, el tenebroso fondo del primer episodio, la melodía timbrada y dulce de la reexposición; en la tercera, la seria declamación de la sección central y la coda brillante.

Este estilo casi fracturado y analítico que propuso la pianista lució mucho en la parte central de su programa constituida por una selección de piezas de Widmann. El compositor alemán propuso una visión contemporánea de la Humoresque de Schumann a través de un trabajo de descomposición de la tradición. Esto recuerda mucho a Cézanne que, en su búsqueda por la comprensión de la realidad a través del arte, profundizó en elementos básicos de la pintura como son el color, la perspectiva y las formas. En su madurez los objetos se convirtieron en cada vez más geométricos y la perspectiva se fracturó en planos; los elementos se redujeron a formas abstractas.

La serie de La montaña Sainte-Victoire es especialmente significativa: se trata de un paisaje recurrente en la obra de Cézanne empezando por unos primeros lienzos figurativos y paisajísticamente tradicionales del 1885 hasta cuadros realizados poco antes de fallecer en 1906. La evolución es sin duda impactante: el monte poco a poco se geometriza, se pierden los particulares y los colores se aplanan. Al final el monte es un conjunto de planos en direcciones enfrentadas.

Widmann pareció proponer algo similar a través de una obra construida en torno a elementos contrastados y yuxtapuestos: melodías de carácter romántico junto a motivos atonales, clústeres densos frente a texturas mariposeantes en el registro agudo. El oyente inexperto en el repertorio contemporáneo pudo sentirse acompañado en la escucha por elementos familiares; como cuando, observando el último Cézanne, se puede ver en él el precursor de los cubistas o el propulsor de un lenguaje moderno pero ligado al impresionismo.


Hoy estuve otra vez junto a sus cuadros; es extraño el ámbito que crean. Sin observar uno en particular, situado entre las dos salas, se siente su presencia concentrada en una realidad colosal. Como si esos colores le quitaran a uno para siempre la indecisión. La conciencia limpia de esos rojos, de esos azules, su sencilla veracidad nos educa; y si uno se sitúa entre ellos con la mejor disposición, es como si hicieran algo por uno.
[…] Ese consumir el amor en el trabajo, de lo que surgen cosas tan puras, quizás nadie lo ha logrado mejor que el viejo; su naturaleza interior, desconfiada y hosca, lo ayudó en la tarea. A ningún ser humano le habría mostrado ya su amor por más que se hubiese visto inducido a sentirlo, pero con esa misma disposición desarrollada a fondo en él a causa de su rareza que lo apartaba de todos, también enfrentó a la naturaleza y supo reprimir su amor hacia cada manzana y ponerlo a salvo para siempre en las manzanas pintadas. ¿Puedes imaginarte eso, y cómo se lo siente en él?[1]

La personalidad arisca y trabajadora de Cézanne, con el ceño fruncido en busca continua de la naturaleza de la que nos habla Rilke, recuerda mucho al acercamiento que el casi coetáneo Brahms experimentó hacia la composición. En dos ámbitos artísticos distintos, ambos creadores sintieron el acto creativo como un elemento religioso y fruto de un sacrificio trabajoso. La Sonata 3 de Brahms trasluce todo el “labor omnia improba vincit” (el trabajo tenaz todo lo vence) que aúna al compositor y el pintor. Se trata de una obra de grandes dimensiones y empaque con temas circulares que van apareciendo y mutando entre movimientos. El oyente se siente como Rilke en las salas del Salon d’Automne: la imponencia de la sonata es “una realidad colosal”.

La sonata podría parecer una oda al amor dados los sugerentes versos de Sternau citados en el segundo movimiento: “Cae la noche, aparece la luna. Hay dos corazones fundidos en el amor que se unen en el mismo éxtasis”. En cambio, la música no sugiere un amor apasionado a la Sturm und Drang: vemos un Brahms maduro que reprime su amor hacia cada manzana para ponerlo a salvo para siempre en las manzanas pintadas.

Junto a La montaña Sainte-Victoire, la segunda serie capital de Cézanne es Los jugadores de cartas. En la quinta versión del ciclo la forma humana queda reducida a sus fundamentos: la construcción está toda sustentada por la figura humana despojándola de todo artificio. De modo equivalente, el último Brahms delinea sus temas fundamentales y los desarrolla sin amaneramiento. La condición humana queda retratada así en una sisífica reaparición de los temas, como en la pose petrificada y al mismo tiempo en eterno movimiento de los jugadores.

En el cuadro, la perspectiva de la mesa no es la misma que la de los jugadores. De todos modos, el balance de los colores es tan perfecto que genera una sensación de profundidad, casi como si hubiera un punto de fuga. En este sentido, esta obra es sin duda un culmen de la producción del pintor, así como lo es la sonata por su constructivismo en el caso del compositor alemán.

En cambio, en la interpretación de Leonskaja faltó la constructividad a gran escala. Los motivos y los temas fueron exquisitamente delinados, pero costó ver la gran estructura: era sencillo perderse en el mar de pinceladas y no percatarse de la reaparición de los motivos, tal era la multiplicidad de ángulos. Quizás se trató de una decisión estética y de un modo de proponer un Brahms desligado de la praxis romántica.


Es esa ilimitada objetividad que rechaza toda injerencia en una unidad extraña, la que hace que los retratos de Cézanne le resulten a la gente tan chocantes y ridículos. Lo aceptan sin darse cuenta de que él reproducía manzanas, cebollas y naranjas sólo con el color (que a ellos sigue pareciéndoles todavía un recurso subalterno en la ejecución pictórica), […] [la fotografía] ha cundido hasta en los círculos más burgueses […]. Y entonces naturalmente Cézanne les parece del todo insuficiente y ni siquiera digno de ser discutido.[1]

Al contrario que el público contemporáneo a Rilke, los oyentes apreciaron el concierto y aplaudieron copiosamente. La velada concluyó con tres propinas generosas: el preludio de Debussy Feux d’artifice, la Fantasía-Impromptu de Chopin y el tercer movimiento de la Sonata K. 576 de Mozart. Sin ningún asomo de cansancio, Leonskaja interpretó las tres obras con brío y velocidad llevando el Chopin a un tempo ligerísimo.

La pianista abandonó el escenario después de haber agradecido los aplausos de ambos lados del auditorio con modestia pero con paso seguro: los planos del monte Sainte-Victoire no pudieron dejar indiferentes a los oyentes.

Yuriko Baba D’Agostino

Notas y referencias

[1] Reiner Maria Rilke, Cartas sobre Cézanne, editorial Goncourt 1978. Traducción de Andrea Pagni.

Fotografía de La Montagne Sainte-Victoire vue des Lauves de Cézanne del Philadelphia Museum of Art.

Fotografía de Ginger Jar de Cézanne de la Barnes Foundation.

Fotografía de Les Joueurs de cartes de Cézanne del Musée d’Orsay.

Publicado en octubre 2021

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