“Me llamo Máximo…”
“Me llamo Máximo …”
Maxim Vengerov y la Polish Chamber Orchestra
W. A .Mozart: Concierto para violín y orquesta nº 4 en re mayor K.218, Concierto para violín y orquesta nº 5 K.219 “Concierto Turco”. P. I. Chaikovski: Serenata melancólica Op. 26, Recuerdo de un lugar querido, Op. 42, Vals Scherzo, Op. 34. Polish Chamber Orchestra. Director/Solista: Maxim Vengerov. Juventudes Musicales de Madrid. Conciertos y solistas extraordinarios. Auditorio Nacional. 7 de noviembre 2013.
“Ahí queda eso”, pensamos al terminar. Naturalmente; toda una vida desde niño estudiando desaforadamente, indagando, viviendo para ser mañana mejor que ayer, dan como resultado conciertos como el que acabábamos de ver.
Si se llevase a cabo la intentona de poner en pie un ránking de violinistas mundiales elaborado por la crítica especializada, es casi seguro que la pretensión que por absurda nunca se debería poner en práctica se estrellaría en los escollos de la división. Se usasen los criterios que se usasen, la terna final nunca sería coincidente en nombres. Sin embargo, apostamos a que el de Vengerov brotaría aquí y allá en todas esas las listas personales, elaboradas conforme a criterios como la técnica, el sonido, o la musicalidad. Y cómo no iba a ocurrir tal cosa, si tanto por sonido como por técnica el siberiano deja siempre anonadado. Se aprecia en él una seguridad a prueba de bombas, un sonido que como una bandada de pájaros se transforma en un dedo índice que presiona en espiral sobre la herida, ahora en puñetazo sobre la mesa, ahora en una caricia y un soplido en el cuello. Su agresivo Stradivarius Kreutzer de 1727 es ya una extensión de su propia anatomía interprétese a voluntad y por eso se le siente como a un amante, como un contendiente temible, como a un padre que reprense y enseña. Pero no es exhibicionista, ni se adivina en él un punto de soberbia.
Para empezar, abordó un programa incompatible con un ser humano normal: dos conciertos de Mozart (uno de los cuales se cuentan entre lo más comprometido de la escritura violinística de todos los tiempos), una sañuda selección de la producción de Chaikovski, y, de propina, Habanera, Tzigane y Rondó de Saint Saëns. Todo para que cualquiera concluyese en encuesta a pie de butaca que en el repertorio romanticón y brillante no hay quien le haga sombra. La Polish Chamber, a sus órdenes y colmada de simpatías mutuas con él, ofreció de tanto en tanto una cuerda jugosa, pero en honor a la verdad no pasó de comprimida, de banal decorado para el arrollador carisma escénico de Vengerov. En cualquier caso, siempre fue tremendamente voluntariosa y profesional.
Sonó Mozart en la madera de Maxim muy opulento, con pulcritud y belleza tímbrica. Chaikovski fue un mundo diferente. Destellaban las rotundidades expansivas, la potencia incluso en los pasajes más delicados. Digamos digamos que el lirismo era más propio del Rimbaud ebrio que del Keats de los lagos.
En las propinas Vengerov siguió tocando como si en este concierto se jugase el futuro, como un joven ante el tribunal de acceso. Todo él estaba allí y no en otro sitio, y toda su sabiduría le acompañaba en lo que se proponía. El público hacía rato que estaba hechizado, y no costó que se viniera abajo el Auditorio al terminar, en justa correspondencia con la generosidad que venía del escenario.