My huckleberry friend…

Ensayo
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My huckleberry friend…

Músicas con historia. Capítulo I.

Me estás mintiendo. Estoy segura de que no es eso.

Henry Mancini levantó los brazos en un gesto de impaciencia suma que sólo su mujer podría interpretar en toda su dimensión. Resoplando ruidosamente, se apartó del piano y comenzó a moverse en dirección a la alacena en la que durante toda la mañana se había estado contoneando descaradamente una botella de whisky. Se sirvió una cantidad poco prudente, dos hielos, sin posavasos, volvió junto a ella.

Mira, Audrey. Me he preocupado durante la última semana de escucharte hablar y cantar en todas tus películas, desde Vacaciones en Roma hasta Una cara con ángel… todo ello para saber en qué tesitura de voz podíamos componerte la canción de marras. Después de esta sobredosis de azúcar, consigo componerte una música decente a la que Johnny le pone una letra a la altura de los viejos tiempos. ¿Y tú me dices ahora que este “Moon River” no te convence? ¿Y todo porque no entiendes la frase “My huckleberry friend”? ¡Por favor!

Resopló de nuevo. Y mirando al letrista, Johnny Mercer, le espetó:

Al menos podías ayudar en algo, este trabajo lo necesitamos tanto tú como yo.

Johnny bostezó.

Perfecto restalló Henry. Esa es la actitud. Capote se sentiría orgulloso de vosotros. Me voy a ver a Blake para decirle que, atendiendo a las demandas de su “estrella”, ha de suprimir la mejor escena de toda la película.

El portazo selló su precipitada salida.

Ella nunca había pedido mucho. Sólo entender algunas cosas. Saber por dónde se andaba, para poder andar sabiendo. Tenía fama de reaccionaria porque le gustaba pensarse las cosas, pero es que a poco que una se las pensara, tenía claro lo que había que hacer. Sabía que la novela de Capote era más cruda que la película, pero para aquel que quisiera captar los velados matices críticos, era perfecta. Y para aquel que no guste de críticas, tenían la historia de amor, tal vez no al uso, pero amor al fin y al cabo.

Escuchó la canción la primera vez y se le hizo un nudo aquí. Era una de esas tocadas por un hálito de genialidad que se presentía desde la primera nota. Aprendió cuatro posiciones mal hechas a la guitarra para no sentir que estafaba al público. Capturó el aire alrededor de la ventana. Fijó la mirada en un lugar secreto y se olvidó de los focos. Cantó con una suavidad tal que hacía daño a sus labios. La primera vez hubo que repetir la escena porque George Peppard se quedó tan fascinado que no supo entrar en su momento ni se acordaba de qué demonios hacía él en esa película.

La escena quedó mágica, todos eran conscientes de ello, pero a medida que iban pasando los días y entraban en el apartado del montaje, Audrey se sentía cada vez más carcomida por la duda. Esa penúltima frase… My huckleberry friend… mi ¿amigo arándano?… mi ¿amigo huckleberry? … mi… ¿qué?

En fin, no sabía por qué pero le estaba obsesionando. Se lo comentó a Henry Mancini que le dio una larga y solemne explicación del sentido de la amistad en el libro de Mark Twain, Huckleberry Finn. La referencia la dejaba algo fría. Un resabor amargo. No es que no apreciara al escritor, es que la primera vez que oyó la canción tuvo la sensación de que tras ese verso se escondía una de esas verdades esenciales que hay que esforzarse en desentrañar. Un “aquí hay algo que no acabo de entender pero que sé que es muy importante”.

No cuadraba en absoluto. Habló con Edwards, que le hizo notar cómo en una escena de la película se visten con máscaras de Huck. Y así la canción se convierte en una improvisada declaración de amor hacia el personaje de George Peppard. Audrey se quedó pensando el asunto un par de días, mientras el equipo de vestuario daba unos retoques a los Givenchy que paseaba por la película. Pero no. Eso tampoco valía. Las caretas fueron improvisadas y le canción tenía letra desde antes. No era eso.

Mientras tanto, Mancini había vuelto de hablar con el director Blake Eduards. La productora estaba de acuerdo. Quitarían esa escena del metraje final si Audrey no estaba convencida. De hecho, estaban encantados con ello, les parecía demasiado sugerente. No era lo que se decía sino lo que se insinuaba… Johnny Mercer, impasible hasta ese momento, se puso algo lívido tras oír la noticia y le pidió a Mancini si les podían dejar solos. Audrey se quedó helada. El portazo de Henry y su prosa poco elaborada, dieron su consentimiento: ¡Teníamos que haber hecho caso a Capote y contratar a Marylin, que es mucho menos remilgada y al menos tiene carne!

Su voz se perdió por el pasillo.

¡Qué situación más incómoda! pensó para sí Audrey.

Mercer tenía muy mala fama. De hecho, era considerado poco más que un degenerado. En el rencoroso mundo de Hollywood, pocos iban a perdonarle su affair con Judy Garland.

De poco valían las explicaciones. Que esa niña que sale en El mago de Oz tiene 18 años. Que no es niña. Que es mujer. Que se deseaban y querían de verdad. Él era doce años mayor que ella. Pero ahí se quedó, como el monstruo que se llevó a la cama a la niña de América.

Eso, sumado a que los años en los que el jazz estaba a la orden del día habían acabado, hacían de Mercer una figura en decadencia. Habían interpretado canciones suyas Louis Armstrong, Benny Goodman, Frank Sinatra, Ella Fitzgerald y un interminable etcétera. Pero sus dudosos amoríos, sus problemas con el alcohol y esa literatura que elaboraba con continuas referencias a la América profunda no acababan de cuajar hoy día. El colmo de la ironía llegó cuando, en 1958, se grabó una de las consideradas unánimemente por la crítica mejores canciones de la historia, el Autumn Leaves, para el que él había preparado una letra adaptando el original francés… Y la grabaron sin letra… Desolador.

Así que Audrey, no dada al prejuicio pero sí cauta, estaba incómoda. Johnny habló.

¿Te acuerdas bien de cuando eras pequeña?

Pese a las apariencias, era una pregunta absolutamente retórica. No contestó.

Yo, no demasiado. A pesar de mis letras no soy una persona que tienda a la melancolía. Las cosas pasadas, pasadas están. Los amores me han calcinado este músculo tan curioso que tenemos aquí dentro, y el alcohol se ha encargado de reducirlo a cenizas. Escribo, pues, casi siempre sin alma. Buscando el don de la fantasía del público. La mayor parte de los que escuchan mis canciones trabaja y vuelve a casa. Y luego trabaja otra vez. Las pasiones amorosas, la soledad, la dignidad… están fuera de su marco de acción. No practican. Fingen religiosidad, buenas maneras y tartas de manzana para los nuevos vecinos. Pero el pecho lo tienen yerto. Sólo cuando se sube al escenario alguien dotado con una luz especial, se permiten el placer de imaginarse protagonistas de algo en su vida. Por tres minutos. De eso vivo. De dar tres minutos de protagonismo a los Don Nadies.

Audrey le miraba con los ojos muy abiertos.

A todos se nos van olvidando, o vamos reescribiendo las cosas que nos pasaron. Pero hubo una época en la que yo era un invencible. Una época en la que yo conocía el don de volar. Una época en la que esconderte bajo tus sábanas te aseguraba la invulnerabilidad. Y las cosas se hacían sin ambages, sin dobles raseros, con la inocencia del que no conoce las miserias humanas. Recuerdo (y es casi lo único que recuerdo de cuando era pequeño) que yo tenía amigos. Amigos de verdad. Amigos de los de “nada me pasa si estoy con vosotros”. Crecidos del polvo y el sudor del verano. Solíamos juntarnos en los interminables atardeceres de Savannah a desmigar los días y anaranjar nuestros rostros con las últimas luces de la tarde. No existía el cansancio, ni el tiempo ni la memoria. Cuando estábamos en época, nos íbamos por el linde del río a recoger arándanos. Era un camino peligroso, o lo que entiende un niño por peligroso, plagado de zarzas, desniveles y raíces superficiales que te hacían volver a casa magullado y con gotitas de sangre en la camisa. Éramos muchos chicos, pero a coger arándanos, unos pocos. Apenas cuatro o cinco valientes. Los que sabíamos que haríamos cualquier cosa por los otros. Con esa fidelidad ciega de los niños. Unos amigos a los que quieres antes de la llegada del sexo, la mujer, los formulismos. Antes del nacimiento de la mentira. Si les quieres abrazar, les abrazas, y les cuentas de tus cosas favoritas y te ríes sólo de la felicidad de estar con ellos. Ellos eran la libertad convocada. El respeto. La dignidad.

Audrey, con los ojos vidriosos, asentía.

Muy pocas cosas soy capaz de echar de menos. Estoy muerto por dentro. Soy sólo un soplo de aire. Frívolo. Mezquino. Insulso. Degenerado. Mentiroso. Pero yo tenía amigos. Amigos. De esos de los que uno se echa a llorar sólo de recordarlos. De los que se llevaron algo que tenía aquí dentro y que ahora me falta. No tiendo a la melancolía. No tengo sensibilidad suficiente para echar de menos nada… Pero echo de menos a mis amigos, con los que iba a recoger arándanos. Los invencibles. Los niños libres de este mundo. De esa época en la que aprendimos a levantarnos felices entre raspones y cardenales. Mis amigos de los arándanos. My huckleberry friends.

Dicho esto, recogió su chaqueta y sin decir palabra, salió de la sala mientras el sudor le marcaba en las axilas de su camisa barata por el esfuerzo de la confesión.

Audrey, siempre dulce, siempre dispuesta, siempre Audrey, tuvo que hablar con la productora, que estaba empeñada en quitar la escena de la ventana porque, además de lo sugerente, estaba mal cantada según los especialistas del gremio. Por una vez, fue clara y cortante como el hielo, hasta el punto que su frase fue recogida por todos los cronistas:

¿Quitar la escena? Por encima de mi cadáver…

Orquesta Pelota

Fotografía procedente de: Fanpop.com

Publicado en abril 2012

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