Querida:

Crítica
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Querida:

Estuve ayer en el Real viendo la reposición del montaje de Orfeo de Pina Bausch. No sé si fue una buena idea, no tanto por la calidad del conjunto (bastante impresionante) sino por… llamémosla debilidad espiritual respecto a este tema. Ya sabes que la historia de Orfeo y sus reelaboraciones musicales me emocionan especialmente, no sólo por la música sino por afinidad con su amor al declive. Alvin Straight dice en Una historia verdadera de Lynch que lo peor de la vejez es cuando entiendes que ha pasado tu momento, y, saltando el tema de la vejez que no aplica, creo que de ese tipo de despueses trata Orfeo. Para mí no hablamos en realidad de la pérdida de Eurídice o de las fronteras confusas de la herida del amor. Hablamos de la saga del hombre dañado, de aquel que gana toda la noche para fallar en la última apuesta al amanecer, de quien tiene talento para la belleza máxima y lo aplica al castillo de arena, del que acierta en lo importante pero falla en todo lo que tiene importancia. Orfeo es el cine de perdedores de Eastwood, la palabra torcida de Albert Cohen, el cristal de las gafas de Hopper, la añoranza invernal de los últimos lieder de Strauss. Y mi identificación ahí es plena. Soy rima consonante de ese terceto final. Así que uno asiste a todas las hazañas de ese Orfeo con un regusto a salitre en la retina, esperando la caída, ya sea en la versión italiana, la francesa o la pseudo-alemana, que es la que escuchamos ayer. Sí, ya, ya sé que Gluck colocó un lieto fine como un castillo al final de una de sus versiones, pero es uno de esos caso de flagrante disimulo que un oyente adulto sabe traspapelar. Es esa primera frase de Moby Dick, “Llamadme Ismael”, donde sabes que en adelante convivirás con la mentira. Por este motivo cada vez que acudo a un Orfeo, ya sea Monteverdi, Charpentier, Gluck u Offenbach parto de la idea de que voy a volver (como poco) con la entraña dada la vuelta.

Además (y perdona la deformación profesional) el reparto estaba trufado de lugares especiales: Maria Riccarda Wesseling es Orfeo, cuando todavía muchos guardamos en la memoria sus óperas handelianas con Banzo, Rodrigo y Amadigi, donde demostraba tantas cosas. Yun Jung Choi, Euridice, venía de una Cleopatra con Haïm si no inolvidable, sí hermosísima, y cantar bien ese papel en directo es poco menos que un milagro. Jael Azzaretti, que completaba el reparto vocal, es una vieja conocida por el Rameau de Christie. La orquesta y el coro eran el Balthasar-Neumann Chor & Ensemble, que lleva unos años a altísimo nivel pero sin tanto reconocimiento mediático como otras por lo arriesgado de sus propuestas, y dirigía Thomas Hengelbrock, un maestro con capacidad para el interlineado. Así que en lo musical, todo hilado, mirando tal vez más de Gluck hacia atrás que de Gluck hacia adelante, pero bien en cualquier caso. Los fuegos artificiales los ponía la coreografía revisada de Pina Bausch, confeccionada en ese mágico año 74/75 del Wuppertal en el que montó Iphigenia in Tauris (ya sabes, casi mi ópera favorita), el Orfeo de anoche y La consagración de la primavera de Stravinsky. Por muchos inicios de su carrera que fueran, crear tres joyas como esas en un mismo año es una barbaridad. La danza la desplegaba el Ballet de la Ópera Nacional de París. Pensaba al apagar las luces y escuchar el enésimo aviso trompetero del Real (tenía su gracia que la toccata del Orfeo monteverdiano, el famoso himno de los Gonzaga en Mantua que usan en forma de aviso, diera paso al otro Orfeo) que tenemos pendiente desde hace mucho ver juntos el documental de Wim Wenders, pero qué difícil sacar espacio tranquilos estos últimos tiempos.

Un fotógrafo amigo mío confesaba una mañana de año nuevo tras el chocolate con churros que el ojo humano viene preparado de serie para descartar el negro, que es el cerebro el que nos hace atender a él si es preciso, el que lo rellena de significado. Entonces, si al llegar a una habitación hay elementos negros, en un principio pasan por alto. El que mira no se da cuenta porque el cerebro es lo suficientemente rápido como para disimular la falla. Como decía Galeano, no sé si la historia es cierta, pero merece serlo, y cuando se elevó el telón del Teatro Real y un bailarín de negro sujetaba sobre sus brazos a Euridice muerta, yo sólo la vi a ella, levitando de una forma turbia, bella y decrépita. Era el faro del Pireo momentos antes del derrumbe. El centro geométrico del dolor.

Esa primera escena, la que da inicio al primer retablo denominado “Duelo”, es, conjuntamente con el final, lo más conmovedor de todo el montaje. El cuerpo de baile se despliega en segundo término y se mueve agrupado pero independiente, como un afloramiento de anémonas en mitad de una corriente. Forman en cierto sentido un coro griego, comentando desde los arrabales de la rabia lo injusto del destino órfico. Stéphane Bullion es el alter ego danzante de Wesseling, y su aspecto y movimientos parecen los de una escultura que descubriera de repente el movimiento: el mito, el semidiós, se ha vuelto carne por el golpe del fatum, y es inexperto en el mundo real. Torpe, aún no sabe dolerse y es más un ente fantasmal que un hombre dañado. La orquesta plena de patetismo y la escena en general tiene mucho peso, pero un peso con el gramaje del viaje sonámbulo, donde las cosas son coherentes a su manera, donde nunca se corta el hilo de Ariadne con la realidad, pero el laberinto es indiscutible. Si la danza acentuaba un abismo del que ya partíamos, sumamos la omisión de la obertura en el montaje, aunque este elemento me parece más discutible. El arranque es quizás más dramático así, pero hace apenas tres meses vimos en el Auditorio cómo convertir este inicio casi festivo en un ejercicio de ácida ironía con apenas un trazo de la batuta de Minkowski.

La entrada en los infiernos (dentro del retablo “Violencia”) me convenció poco en lo musical, pero no tanto por bajo rendimiento de la orquesta sino por el intento de adecuar una partitura pensada para bastarse a sí misma a la danza. El resultado iba un poco trabado, con parones en una escena como la de las furias que ha de ser una bengala, súbita y cegadora. Recordando representaciones importantes de los últimos años, bandArt en el palacio de Carlos V de la Alhambra el año pasado supieron meter mucha más ceniza infernal y rescoldo propio que en esta ocasión. A pesar de ello, conceptos complejos como el cancerbero de tres cabezas se trasladaban a la escena de forma pavorosa, como el trío de bailarines con mandiles de carnicero que estremecían con cada movimiento y que miraban directamente a los ojos de lo nauseabundo. Me emocionó especialmente el coro, tal vez lo que mejor escribía Gluck (aquí, en Iphigènia y en cualquier parte). A veces se olvida que antes que otra cosa, las furias son gente atrapada y precisamente desde esa condición de presos se conmueven ante la llegada de Orfeo. Esa mezcla de cólera y melancolía se capta en pocas ocasiones y aquí rebosaba en la intención de cada línea.


Para cuando empezó el tercer cuadro, “Paz”, la llegada a los Campos Elíseos escrita con esa instrumentación tan desarmante, la herida de muerte del montaje ya estaba clara: al igual que ante un perfume intenso el olfato se satura a los pocos minutos para dejar de percibir el aroma, el exceso de estímulos, las intensidades sobreexpuestas en tanto campos a la vez jugaban en contra del resultado definitivo. El ballet distraía de la música, la música del canto, el canto de la escenografía y ésta del ballet. Así que esa exuberancia del goce artístico que marca por definición el Síndrome de Stendhal se fue diluyendo por potencia excesiva. Tanta belleza perdida por sucederlas sin un tiempo mínimo de asimilación…

El último retablo se llamaba “Muerte”, pero bien podría haber sido (siguiendo esa costumbre de Clarisce Lispector de titular múltiplemente) “sin atisbo de calor para lo rendido” o cualquier cosa más íntima e igual de rimbombante, da un poco lo mismo, pero que deje de lado el fantasma de lo que se muere, porque lo importante (lo siento, Eurídice) no es la muerte de la amada, sino el otra vez. La reiteración imposible. La montaña de Sísifo. La vocación en patear esa misma piedra, la única, la suya. Qué bien cantó su muerte Maria Riccarda Wesseling. Qué despacio, casi de incógnito, murió Yun Jung Choi. Qué hermosas escenas se marchitaban a sus espaldas. Ahí volví a conectar con la belleza del montaje completo. Me encanta la absoluta falta de estridencias, la apuesta por dar vuelo a los detalles, a los fondos: unos hilos, unas sillas más altas, un velo largo. Poca cosa más. Cambiar la importancia de los planos como lo hace Pina Bausch parece más algo del gran angular mágico de Nick Brandt, pero funciona de manera increíble en estos márgenes falsamente estrechos de la ópera.

Cualquier crítico decente te dirá que la primera norma de una buena crítica es no ser condescendiente o prejuzgar al público que acude a cualquier sala, ya vaya a escuchar música o a abrir caramelos mentolados. De hecho, lo ideal es no hablar del tema en absoluto. Pero aquí, en confianza, en pocas ocasiones recuerdo haberme cabreado tanto con cierto sector del Real como ayer. La obra finaliza en plena herida, repitiendo el lamento inicial, y el telón comienza a bajar lentamente, los cantantes se callan y la música sigue unos segundos. Y mucho antes de que acabe, el público prorrumpe en aplausos, ignorando al medio centenar de músicos que siguen contando y cantando la historia. Esto de que la ópera son sólo los cantantes no lo aguanto, de veras. Me enerva esa falta de respeto hacia tantas cosas, disfrazada de clapa apasionada. No pido ese minuto largo de silencio de Abbado al finalizar su novena de Mahler ni el rato de mutismo que exige Lawrence Renes para comenzar un concierto. Me basta con que se respete algo tan doloroso que, a poco que se comprenda, no da para gritar “¡¡¡BRRRAVA!!!” treinta segundos antes de que acabe la ópera.

En fin, mis problemas con la ritualización del cantante. Al salir Madrid estaba ya muy veraniego. El pelirrojo de siempre destrozaba a los Beatles con su guitarra sin cuarta cuerda, el dueño del kiosko frente al Real ya había cambiado su cartel de “Agua a 1,5€” por “Agua a 2€” y unas chicas se bañaban en la fuente con pañuelos en el pelo. No es que me apetezca mucho hablar tras una ópera-entraña, pero sí eché de menos pasear juntos a rumbo perdido.

No faltes a la siguiente, por favor.

Mario Muñoz Carrasco

Publicado en verano del 2014

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