Alma rusa

Crítica
Crítica
Crítica

Escúchalo en Youtube

Alma rusa

Visiones románticas y anti-románticas del piano ruso

III Ciclo Grandes Intérpretes. Vladímir Ovchínikov (piano). Programa: “Enero”, “Febrero”, “Abril”, “Junio”, “Noviembre”, “Diciembre” de Las estaciones, op. 37 de Piotr Chaikovski; Canción de cuna, op. 16 nº 1 de Chaikovski-Rajmáninov; “Lilas” op. 21 nº 5 de las 12 Canciones op. 21, Polka V.R. y Momentos musicales op. 16 nº 3 (Andante cantabile) y nº 4 (Presto) de Serguéi Rajmáninov; La Cenicienta y el Príncipe op. 97 y Sonata nº 6 en La mayor op. 82 de Serguéi Prokófiev. Teatro Bulevar. Casa de Cultura de Torrelodones. Madrid, 13 de noviembre de 2015.

Que existe “algo” que podemos llamar pianismo ruso es indiscutible, pero la definición de ese “algo” no está libre de controversia. El espíritu musical de Rusia se ha encarnado en el piano a lo largo del tiempo con distintos avatares y no siempre de una forma unívoca. Aunque es aventurado sacar conclusiones a priori ante un programa de concierto exclusivamente ruso (en compositores e intérprete), la ocasión que nos ocupa la conjugación fue perfecta y todo se alineó para revelarnos el alma rusa al piano.

Desde que Ovchínikov se laureó en los años ochenta en los más prestigiosos concursos internacionales (Leeds, Vercelli, Chaikovski de Moscú) ha desarrollado una fructífera carrera, nunca desligada del todo de la pedagogía; siguiendo la mejor tradición rusa del piano, en la que los grandes maestros se implicaron siempre en la formación de las futuras generaciones. Todo esto se resume en algunos de los reconocimientos que este músico atesora, como los títulos de Artista Nacional de Rusia, director de la Escuela Central de Música de Moscú o presidente del Concurso Internacional Chaikovski. Tuvimos la oportunidad de escuchar a un artista en plena madurez, representante de la mejor tradición del piano ruso, interpretando música de compositores que formaron parte y ayudaron a configurar dicha escuela: el resultado fue un traje a medida.

El programa nos proponía un interesante viaje desde el romanticismo de Chaikovski hasta la modernidad de Prokófiev, pasando por la cumbre pianística de Rajmáninov. Constituyó una muestra de los dos lados del espejo de la música rusa para piano de finales del siglo XIX y primera mitad del siglo XX: la visión romántica y anti-romántica; entendiendo como “anti-romanticismo” no tanto la negación de los aspectos tratados por esta corriente sino como una visión nueva de esos mismos temas, bajo el prisma de un concepto sonoro y un lenguaje compositivo innovadores –para su época–.

Empezó el concierto con una selección de piezas de Las estaciones op. 37 de Chaikovski. Dichas obras conforman un mosaico de cuadros musicales que, enmarcados en cada mes del año, evocan variadas escenas ligadas a poemas de distintos autores rusos (Pushkin, Viázemski, Nekrasov, etc.). La gran dificultad para el pianista es saber representar el ambiente de cada página, aunando al refinado control sonoro del instrumento la claridad expresiva. Nuestro intérprete lo logró con creces, sabiendo dar vida a los distintos ambientes y personajes que se dibujan. En “Enero”, el afable y dulce cantabile de la melodía estuvo en perfecto balance con los pasajes contrastantes en leggerissimo. En “Febrero” (subtitulado “Carnaval”) la viveza rítmica nos hizo recrear el ambiente de los personajes de la commedia dell’ arte, tal y como se presume de la intención del compositor. “Abril” y “Junio” transmitieron un aliento de pura inspiración romántica; cargado de ilusión y agitación contenida en “Abril”, y lleno en “Junio” de esa “tristeza misteriosa” que expresa el poema de Alekséi Plescheyev que le corresponde (Con tristeza misteriosa/las estrellas brillan sobre nosotros”). En ambas el uso del rubato estuvo en su justo término. “Junio” es sin duda una de las más bellas melodías compuestas nunca para el piano y es un reto de extrema delicadeza en cada impulso melódico; de especial exquisitez fue el ritmo de barcarola que, en un segundo plano, dio alas a la voz principal. “Noviembre” era la pieza favorita de este opus para Rajmáninov, quien solía tocarla como bis en sus recitales. Ovchínikov encontró el tempo giusto (allegro moderato) que nos permitió disfrutar del efecto sonoro en los agudos que reproduce el repiqueteo de los cascabeles de una troika (famoso vehículo para la nieve tirado por tres caballos que tantas veces hemos visto retratado en cuentos). Es ésta una pieza que, desgraciadamente, se escucha demasiadas veces tocada de forma precipitada y falsamente virtuosística. Así, llegábamos a la última obra de la colección y de nuevo el pianista acertó en el tempo. Al contrario que “Noviembre”, “Diciembre” suele ser interpretada en muchas ocasiones lenta y de una forma empalagosa; nada más lejos del espíritu de esta escena que, con ritmo de vals, parece transmitir la ilusión infantil propia de las fechas navideñas.

Continuó el programa con Canción de cuna, que nos sirvió de puente perfecto entre Chaikovski y Rajmáninov. Esta obra, como “Lilas” o Polka que también figuraban en el programa, son hermosos ejemplos de cómo la tradición del arreglo y la paráfrasis, propia de la figura del pianista-compositor romántico, se adentró y sobrevivió en el repertorio de los grandes intérpretes del siglo XX. La escuela rusa ha contado, sin duda, con grandes maestros en este arte.

Decía Josef Hofmann que “Rajmáninov estaba hecho de acero y oro. Acero en sus brazos y oro en su corazón”; en ese acervo sonoro se enmarca el sonido proyectado y repleto de matices de Ovchínikov. Rajmáninov no quiere romper del todo con el romanticismo, pero lo amplifica y sublima, demandando una interpretación vitalista y trascendente que supera la mera hiper-expresividad; sin duda hay que saber bucear en las profundidades de esta música.

El texto de la canción “Siren” (“Lilas”) nos invita a encontrar la felicidad en la serena contemplación de la belleza de estas flores. El intérprete supo expresar esta enseñanza con un gran equilibrio de planos sonoros y una proyección de la voz de gran calidad humana. Con la Polka se divirtió y nos divirtió. El virtuosismo, que en Ovchínikov es indiscutible, puede querer ser transcendente o frívolo (en el mejor sentido del término). Ahora bien, siempre tiene que respetar una regla de oro: hacer fácil lo difícil, sin querer exhibir dicha dificultad. En este caso todos los recursos del pianista se desplegaron sin efectismo y ceñidos al carácter popular y ligero de la obra. Para cerrar la primera parte escuchamos dos contrastantes Momentos musicales, el nº 3 y el nº 4 del op. 14 (en el programa figuraba por error  una “Romanza” en Fa menor de Piezas de salón op. 10 que en realidad no estaba programada). Se podría decir que ambas obras representan distintas actitudes que el ser humano puede tomar ante el conflicto vital: una lucha interior cercana a la aceptación, en el caso del nº 3, y una visión heroica que intenta superar dicha tragedia, en el nº 4; dos visiones indivisibles en la obra de Rajmáninov: la del mundo espiritual y la del tono de leyenda. En el primero pudimos comprobar el resultado de respetar las articulaciones expresivas de la partitura y eso es de agradecer; el pianista hizo suya la obra pero sin caer en el error de pensar que una música tan bella lo justifica todo. De especial interés fue la forma en que sonó la marcha que aparece brevemente, como una visión fugitiva, en la parte central. En la pieza nº 4 vino a finalizar la primera parte, electrificando a la audiencia con una interpretación fulgurante y sin aversión al riesgo.

Pero nos quedaba aún otra revelación en la segunda parte: la de un Prokófiev deslumbrante. Si Rajmáninov siempre mantuvo conexión con el mundo romántico, Prokófiev predicó el anti-romanticismo y la rabiosa modernidad, con un pianismo más percusivo y recurriendo a la expresión irónica que se inclina hacia tintes neoclásicos (el humorismo musical de este compositor nunca es “humor blanco”). Si el primero no renuncia a un cierto idealismo en la belleza, el segundo se convierte en un psicólogo de aspectos menos idealizados del ser humano, siendo un fiel espejo del mundo que le tocó vivir.

Ahondando en esta cuestión, y teniendo en cuenta que el programa iba de eso, de Rusia, no hay que olvidar que la relación de ambos autores con su país fue muy distinta, como distinta la situación histórica que experimentaron. Rajmáninov casi no volvió a componer para piano al abandonar una Rusia que empezaba un convulso tránsito con su Revolución, dedicando la mayor parte de su tiempo, lejos de su tierra, a su faceta de virtuoso y director-compositor de orquesta. Prokófiev, por el contrario, volvió a la Unión Soviética justo con la ascensión de Stalin al poder y siguió escribiendo allí hasta el final de sus días, inmerso en un ambiente de tensión e incertidumbre. En definitiva, Prokófiev debe sonar muy diferente a Rajmáninov, porque expresan vivencias y personalidades muy distintas del alma rusa.

La primera obra de la segunda parte, versión para piano de La Cenicienta y el Príncipe, del ballet Zolushka, nos mostró ya el inexorable sentido del ritmo y el lirismo exacto de esta música (no exenta de toques futuristas). Pero fue la interpretación de la Sexta sonata la que culminó el concierto. Como es sabido, son tres las “Sonatas de guerra” y la sexta es la primera de ellas. Esta imponente obra se enmarca en un momento de plena madurez compositiva, donde ya podemos vislumbrar la paradoja de un mundo deshumanizado que se expresa, sin embargo, con una lógica aplastante (hay algo hermosamente kafkiano en esta música). Muchos rasgos de estas obras conectan con algunos aspectos experimentales del pianismo de Beethoven, caminos que los románticos no transitaron y que tuvieron que aguardar al siglo XX para su desarrollo. Prokófiev lleva la tonalidad aquí hasta los últimos límites de su propia naturaleza: hay un primitivismo culto en esta música, un profundo conocimiento de la forma y una encarnación salvaje del espíritu ruso (con paralelismos hacia Scriabin o Stravinsky).

Se exige al intérprete una concentración y claridad extrema para que no se pierda el sentido constructivo último y Ovchínikov mostró un gran dominio de ambos aspectos en el primer movimiento. El Allegretto, con su aire de marcha, nos mostró la dialéctica de una fuerza rítmica implacable y una vena lírica inquietante, recurso expresivo muy típico en Prokófiev, que es uno de los más fértiles talentos para la inspiración melódica de la historia de la música. La tercera parte de esta sonata nos plantea un reto: conseguir mantener la fluidez musical dentro de un vals que se exige que sea lentissimo; es muy fácil perder el hilo por la profusión de diferentes temas y ambientes que, de forma inesperada, pasan de unos a otros con gran fantasía. El Finale fue resuelto de manera soberbia, transmitiéndonos esa idea obsesiva del espíritu de tocata tan habitual en Prokófiev; asimismo, también supo reseñar, con claridad, las evocaciones al tema del primer movimiento. En definitiva, una sonata para recordar.

Terminaba así el programa pero no el concierto, con tres propinas más: “Marcha” del Amor por las tres naranjas y “Gavotte” de las Piezas para piano op. 12de Prokófiev y el Preludio op. 23 nº 4 de Rajmáninov. Finalmente, gran parte del público acabó aplaudiendo en pie la despedida del artista.

Sin duda, un lujo inesperado poder escuchar a un pianista del calibre de Vladímir Ovchínnikov en el modesto Teatro Bulevar de Torrelodones, dentro de un ciclo que, en este caso, sí justificó plenamente su nombre de Ciclo Grandes Intérpretes.

Fernando Castellano Megías

Fotografía: Cristina Aguilar y Schmidt Art (portada).

Publicado en diciembre 2015

Para leer más artículos de este autor:

Este sitio web utiliza cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra política de cookies, pinche el enlace para mayor información.plugin cookies

ACEPTAR
Aviso de cookies