En ascenso. La bohème en Ópera de Madrid

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En ascenso

La bohème en Ópera de Madrid

La bohème. G. Puccini. Compañía Ópera de Madrid. Elvia Sánchez, Vicente Ombuena, Judith Pezoa, José Antonio Carril, Jaime Carrasco, Javier Ibarz. Dir. orquesta: Borja Quintas, dir. escena: Juan Manuel Cifuentes.

Siempre se ha dicho, aunque de una manera algo más académica, que La bohème es una ópera de construccioncitas. De legos. Algo que se fabricó a contracorriente del flubber infinito por el que apostaron Verdi y Wagner. Y es que la música de Puccini (¡escuchen atentamente!) se cimienta a base de pequeños retazos, al igual que los trajes de la verdadera bohemia. Cuando se acude al Teatro Reina Victoria no sólo en escena se respira este halo arlequinesco. El eclecticismo en las butacas –con alumnos (afortunadísimos) de instituto incluidos– vuelve a ser el impulso que Ópera de Madrid obtiene como grato premio a su accesibilidad.

Estas piececitas ayudan a trepar, también a la compañía. Sigue apostando por los altos vuelos, presentes en las voces –con acento español perdonado– de los protagonistas principales Mimí (Elvia Sánchez) –algo más apocada por la orquesta, pero con un fraseo impecable– y Rodolfo (Vicente Ombuena); acompañados por otros aventureros que no desmerecieron en absoluto la calidad de los principales (¡qué cuerda de bajo-barítonos! ¡Musetta!). Su voluntad de alzarse no les impidió aportar densidad a sus planeos, con cuerpo, como diría un cocinillas, especialmente en el caso de Vicente Ombuena. Un descontrol reiterado por parte de la dirección –que prácticamente se estrenaba en esta orquesta, bastante desacoplada por sí misma– se hizo especialmente evidente en la coordinación con los cantantes en momentos clave. Quedaron retales reservados a la brillantez, imprescindibles para alimentar a la paupérrima comunidad que protagoniza la obra.

En cuanto a la escenografía, se podría afirmar que son pocos los elementos necesarios para fabricar una ópera de bohemios. Sin embargo, la experiencia nos ha demostrado que no es tan fácil como parece, y que Puccini requiere de una mano casi cinematográfica no sólo en los decorados, sino también en los movimientos escénicos. Los primeros casaban con la intención de la ópera, y estuvieron muy bien resueltos; la ausencia del divertido coro de niños se hizo casi imperceptible. Respecto a la gestualidad, se le perdona a monsieur le director Juan Manuel Cifuentes el revelarnos con demasiada antelación los “peros” de la inocencia inquebrantable de Mimí. A los despistados siempre nos quedará una pequeña duda acerca de su candor, a pesar de la abierta –¡hay que estar sordo para no oírla! (pero nos gusta estarlo)– declaración de su fortaleza por medio de la música hacia la mitad de su aria de presentación (“Ma quando vien lo sgelo, il primo sole è mio…”). Como esta duda suele caer al final del todo, cuando el espectador ya tiene el alma más o menos por los tobillos, este desplome resulta menos doloroso, más absoluto que el presentado en escena.

Y es que uno no sabe si definir a Puccini como un genio de la belleza o de la crueldad. Las piezas que utiliza para ir construyendo la historia no están exentas de ese veneno que le granjeó la fama de “hacer llorar a las niñas”. Veneno o elixir, quién sabe. El caso es que las piezas encajan, convirtiéndose, muy disimuladamente, en taponcitos que fabrican un auténtico “concentrado de sentimientos”. Y todo esto ocurre a lo largo de la representación sin que el espectador se percate, despidiendo, debido a la naturaleza de su sustancia, un determinado (d)olorcillo que te llega a lo más hondo. Uno a uno y en pequeñas dosis, como si se tratara de una auténtica tortura china.

Al final, claro, uno estalla. Máxime cuando toda esta amalgama se ve concentrada en una sola aria, en un solo momento. Sonría –y mejor no acuse recibo– cuando descubra la lagrimilla en los ojos de su compañero.

Cristina Aguilar

Publicado en verano del 2014

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