Cuando la llama deslumbra pero no calienta

Crítica
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Cuando la llama deslumbra pero no calienta

Marc Minkowski y el Orfeo ed Euridice de Gluck

Gluck: Orfeo ed Euridice, versión concierto. Les Musiciens du Louvre Grenoble. Dir.: Marc Minkowski. Bejun Mehta, Chiara Skerath, Ana Quintans. Cor de Cambra del Palau de la Música Catalana. Madrid, Auditorio Nacional (Sala Sinfónica). 16-02-2014. CNDM, Ciclo Universo Barroco.

No había dejado de dar palmas el público cuando Minkowski, en un lado del escenario, arrancó con un gesto la obertura. Ni un segundo que perder en un aplauso ritual o en dejar espacio a la frecuente pleitesía que se le rinde en Madrid al director francés. La disposición en escena era ya de por sí extraña. A un lado, Bejun Mehta, Orfeo. Al otro, Chiara Skerath, Euridice. Y hablo de extraña porque, pasado el recibimiento inicial de los artistas en escena, la soprano debía abandonarla (no canta hasta el tercer acto) o sentarse pacientemente a esperar su turno. Sin embargo la soprano se mantiene en pie, enamorada, sonriendo y mirando a los ojos a su Orfeo. Como siempre ocurre, lo extraño acaba monopolizando la atención y uno se distrae del remolino orquestal que están desplegando Les Musiciens du Louvre a cuenta de esta ridiculez de mantener a Skerath sobre el escenario. La rutina del crítico es una bestia muy irritable cuando algo no encaja en su cuadro. Minkowski ordena un crescendo y, coincidiendo con un perfil melódico sinuoso en los oboes, dibuja en el aire una espiral que se inclina para golpear a la cantante con la batuta. Ésta cambia el gesto, tiembla y acaba por derrumbarse sobre la silla: la serpiente acaba de morder y matar a Eurídice. Y todo sin vestuario, escenografía o movimiento alguno de personajes.

Así empezamos un concierto esperado, como todos los que acostumbra a dar por tierras madrileñas el director. La elección de la versión (Viena, 1762) era de alguna manera sorprendente. El salto a la excelencia de Minkowski y su orquesta vino (con el permiso de Handel) por un manojo de grabaciones de la época francesa de Gluck, un periplo que comenzó en el 99 con Armide, pasando por Iphigénie en Tauride en 2001 para acabar con Orphée et Eurydice hace ahora diez años. El Orfeo vienés es un Orfeo menos evolucionado que el francés, con tanto aún sin pulir. La obra transita a medio camino entre lo que fue y lo que está a punto de ser, pero imbuida de esas atmósferas propias de la retórica barroca. Es una ópera anticlimática, inconclusa en cierto sentido, como uno de esos esclavos de la piedra de Miguel Ángel donde el detalle perfecto de la tensión de un músculo se contrapone con el bloque rudo y sin rebajar del fondo. La obertura todavía no guarda relación con el contenido de la trama, el protagonista continúa siendo un castrato y el lieto fine está forzado hasta traicionar flagrantemente aquella ley aristotélica que habla de que el drama no ha de ser real sino parecerlo. Por el otro lado, ya tenemos en esta ópera continuidad dramática, recitativos acompañados distribuidos elegantemente y arias integradas entre afectos más matizados. Una belleza, en definitiva, que apunta a la perfección de Iphigénie en Tauride sin alcanzarla pero con dos actos (los dos primeros) inspiradísimos y un aria inserta en el tercero (Che farò senza Euridice?) que se ha hecho un hueco en el repertorio llamémosle “grande”.

La propuesta de Minkowski, queda claro con semejante arranque, primaba la teatralidad por sobre todas las cosas, y los detalles en ese sentido se fueron sucediendo hasta convertirse en el eje interpretativo de la obra: Orfeo canta con su lira (el arpa) para aplacar a las Furias en el segundo acto. Mehta se encara en ese momento con el Cor del Palau, que a medida que avanza la escena, va girando sobre sí mismo hasta dar la espalda al contratenor. Orfeo ha atravesado en ese punto el umbral del Hades, y los Espectros, anclados en la puerta, no pueden girarse, por eso Orfeo ve sus espaldas. De nuevo, una sencillez y una potencia escénica apabullante. La respuesta de la orquesta a cada uno de estos retos fue perfecta, con una especie de exceso controlado que hacía caminar a la obra sin posibilidad de desmayo. Supo ensuciar su sonido al penetrar en los infiernos y limpiarlo hasta lo apolíneo en la idílica Che puro ciel. Los trombones, tópica sustanciación del fatum, empastaron sin grietas y no precisaron de sonoridades tan abisales como las que Gardiner o Jacobs utilizan en sus grabaciones para que de ellos manara la oscuridad. En los momentos de desdoble orquestal (un reducido ensemble de cuerda actuó por unos instantes tras la bancada del coro, en el órgano) el efecto del eco fue conseguido mágicamente y sin los habituales titubeos que provocan las divisiones instrumentales. Orquesta y director estuvieron, en definitiva, excelsos.

Bejun Mehta, por su parte, demostró que aquella intuición que llevó a Emmanuelle Haïm a darle el papel protagonista del Tamerlano handeliano hace una década estaba bien fundamentada. El contratenor ha madurado vocalmente de manera admirable, y ahora es capaz de apartarse de las pirotecnias para dejar paso a la emoción concentrada, al control de sus agudos galopantes y al cultivo de unos graves plenos de armónicos que no se encuentran con facilidad en su cuerda. Su Orfeo emocionó a menudo. La Euridice de Chiara Skerath estuvo en su lugar pero sin excesivo relumbrón, demasiado a la sombra de Orfeo, no tanto por demérito de la soprano belga como por la escritura de Gluck, que le reserva pocas alegrías al personaje. Ana Quintans tuvo buena presencia escénica como Amor, y aunque en un primer momento pudo parecer un timbre demasiado oscuro para lo que acostumbra el papel, el resultado general fue muy bello. El Cor de Cambra del Palau de la Música Catalana se esforzó por empatizar con la visión de Minkowski, pero desajustes aquí y allá transmitieron una sensación de desconexión relativa, admitiendo el hecho de que cantar en ocasiones de espaldas al director tampoco ayuda.

Acabó el concierto con idéntico aliento teatral que en el arranque. El tutti orquestal bajo el verso Trionfi Amore suena exultante hasta llegar al ansiado final feliz. La orquesta se calla porque aquí acaba la partitura de Gluck, pero el arpa continua sonando a solo melancólica y doliente. Mehta mira entonces aterrado a Euridice. La resurrección es sólo un sueño o una alucinación con la textura propia de las quimeras. Minkowski disuelve con un gesto el lieto fine y Euridice, la música lo dice y no miente, sigue muerta.

Se preguntarán ustedes a cuento de qué, siendo todo tan bueno, se encabeza la presente reseña de una manera tan tibia. Pues la respuesta es bien sencilla: a pesar del éxito clamoroso, del lleno hasta la bandera del Auditorio, de los destellos de genialidad aquí y allá, del público entregado y braveando, el espectáculo no fue redondo. Y no lo fue por exceso de llama en la orquesta, por el descomunal hechizo del director francés: deslumbrados por tanta luz intensa, el resto de los participantes del Orfeo parecieron difusos e incorpóreos, como vistos por un ojo ya quemado por mirar tan fijamente el mismo eclipse.

Mario Muñoz Carrasco

Imagen: Esclavo, Miguel Ángel

Publicado en abril 2014

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