Un caballero, o dos

Crítica
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Un caballero, o dos

Nein, nein..

 

¿Café o té? ¿drama o comedia? ¿Mozart o Mahler? ¡Uff…!, protesta el exigente interlocutor, ¿pueden ser todas? Con el espectáculo que ofreció el Teatro Real del 3 al 22 de diciembre, sí. Der Rosekavalier (El caballero de la rosa) de Richard Strauss y Hugo von Hofmannstahl es una ópera tan variopinta que sin duda está hecha para indecisos. Por no tener que escoger, el espectador no tuvo ni siquiera que detenerse a analizar el mejor emplazamiento para su butaca. Los espejos colocados en escena se encargaron de situar al público en un lugar divertido y poco usual: encima del escenario.

La dirección musical de Jeffrey Tate, inserta en este juego especular, se vio afectada por su nueva ubicación. Desorientada al ver de frente, en el espejo, al destinatario de sus armonías, ralentizó el tempo, casi como si quisiera prolongar los sonidos lo máximo posible para así tener más tiempo de espiar las contrastantes reacciones del público, respecto al que contaba con una posición irrepetible. Anteponiendo este anhelo contemplativo a todo lo demás, Tate sacrificó, entre otras, la obertura, donde los temas no se precipitaron unos con otros como debieran, sino que, opacos, se superpusieron desordenadamente. Sí resultó acertada, incluso envolvente, la detención en escenas de gran suspensión emocional –como las finales–.

En la música y en los diálogos de Strauss y Hofmannstahl se reflejan, al igual que en los espejos de Wernicke, muchos fragmentos de realidad gracias a la exteriorización de lo más exclusivo del ser humano: el lenguaje –fino, preciso, cursi, arcaizante, de la calle…–, transmitido adecuadamente por el reparto gracias a sus precisas inflexiones y reflexiones vocales. Tanta era la interiorización que el público siguió creyendo que la mezzosoprano Joyce DiDonato era un jovenzuelo, Octavian, aunque éste (o ésta) vistiera faldas de sirvienta; todo gracias a la convicción de sus ataques en los graves, sus susurros adolescentes, o su timbre bufo cuando hacía de criada. El personaje de la Mariscala (Anne Schwanewilms), acostumbrado, debido a su edad y condición aristocrática, a observar su imagen reflejada, correspondió con un timbre elegante y empolvoreado de matices, aunque a veces impuro en las zonas de paso. El terremoto vocal, en cuanto a vibraciones por segundo, de Ofelia Sala (Sophie) no fue suficiente como para quebrar el equilibrio cristalino imperante, mantenido gracias a la combinación perfecta no sólo de las voces, sino de las buenas y la malas formas, estas últimas representadas por Franz Hawlata (barón Ochs), quien supo tener gancho suficiente como para no deslucir su rudo papel. Más destellos irradiaron sobre el conjunto, cerrando el círculo: papeles secundarios como línea expansiva e intervención llena de reflejos cómicos, casi innatos, de José Manuel Zapata (tenor italiano) y la potencia bufa de Laurent Naouri (Faninal).

El éxito es rotundo. Gracias a su inserción en el drama, el espectador contrae un empacho de sensaciones: risa –si bien en este sentido el público del Real no es fácil de seducir– y sonrisa mezcladas en un cóctel con una dulce, aunque amarga, melancolía, que llega a su culmen en el trío y dúo final, a través del cual se alcanza, debido a esta peligrosa combinación, un verdadero éxtasis que saca al público de sus asientos, elevándolo. “Nein, nein… nein nein… Ich trink’ kein Wein…” (“No, no…, no no… Yo no bebo vino…”), afirmaba Octavian disfrazado de doncella… ¿seguro que él no ha bebido? ¿o era ella? ¿y yo? ¿qué hago en el escenario? ¿dónde estoy?

Cristina Aguilar

Archivo histórico: entre febrero 2011 y enero 2012

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