El sublime Schumann y la flor sin perfume

Crítica
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El sublime Schumann y la flor sin perfume

El (acrítico) Criticón

CNDM, XXII Ciclo de Lied. Recital II. Obras de Robert Schumann. Miah Persson (soprano), Florian Boesch (barítono), Malcolm Martineau (piano). Madrid, Teatro de la Zarzuela, 2 de noviembre de 2015.

Uno se pregunta cómo hubiera escrito Schumann sus críticas de haber nacido en nuestra época. Desde luego, los debates que inició alrededor de la música “culta” / “clásica” / “seria” eran bien diferentes a los actuales, pues tras Florestán, Eusebius y el resto de la Davidsbund se escondía un gigantesco compositor colmado de generosidad para defender a los jóvenes talentos, antiguo (pero lleno de posibilidades) pluriinstrumentista y amigo y fuente de inspiración de los mejores intérpretes del siglo. El panorama ha cambiado enormemente, pues pocas personas que vayan más allá de la composición ramplona, la melomanía amateur (que apenas si alcanza a chapurrear la Sonata facile o la “Mondschein”) o, simplemente, la melomanía a secas (¿quizá un compendio frustrado de lo anterior?), llegan a ser tan osadas como para empuñar la pluma y combatir con ideas, sugerencias o críticas (que no garrote vil) la música del presente.

Y sí, me he expresado bien al escribir “presente”, puesto que el objeto principal de los críticos era en su día la música del momento, al igual que la tarea de los intérpretes consistía en ocuparse de ofrecer novedades artísticas de calidad (o no) a sus oyentes. Junto a los compositores se establecía entonces una suerte de ménage à trois sumamente fértil para la creación y el devenir hegeliano de la belleza, y poco espacio quedaba en la agenda del crítico o de su hermano-amigo (en ocasiones él mismo), el intérprete, para dedicarse a las cosas del pasado. Lo cierto es que me reafirmo, y el lector tiene poco margen para disentir, en que el rol del crítico ha evolucionado de forma asombrosa; tanto como para que se le justifique el hecho de que suela estar muy alejado de los procesos musicales compositivos y performativos, y que demasiado a menudo sea poco más que un ente separado de la música viva y orgánica que nace cada día (algo de lo que me permito absolver al intérprete, cuyo papel ha experimentado en este aspecto un desplazamiento paralelo, por aquello de que toda partitura cambia orgánicamente según quién la ejecute). O eso o si no no se comprende bien la existencia de la llamada “música seria contemporánea”, o no se entiende qué demonios sucede en nuestro panorama auditivo.

Para no meterme en camisas de once varas me quedaré con la primera opción (la inexplicable exoneración de los dislates de la figura del crítico moderno) y trataré de justificar estos dos párrafos de digresión con una conclusión que no sature al ya aburrido lector y que además hable al menos mínimamente de lo que se anuncia en el título de la sección, que irónicamente reza, por supuesto, “críticas”. No es muy correcto, según los cánones de los textos encapsulados actualmente bajo la citada etiqueta, plantearse “metafísicas reflexiones” (aunque no lo sean en mi caso) sobre la actividad del crítico, sino que resulta preferible dedicar espacio y tiempo a comentar abultados currícula y a disertar sobre aspectos de la Historia de la Música (occidental, por supuesto… ¿acaso existe otra?) que discurren sobre tópicos que todos conocemos de memoria. Entono el mea culpa por haber hecho algo parecido más arriba, así como por no dedicarme a comentar música actual; ya sea por desconocimiento forzoso, ignorancia pura, atropellada huida o todo a la vez. Sin duda, si Pierre Boulez o Helmut Lachemann tuvieran la presencia de Damien Hirst o Jeff Koons o Takashi Murakami todo sería más mediáticamente sencillo… desgraciadamente no pertenecen a la misma generación que lostiernos enfants terribles de las artes plásticas.

Podría enrollarme, como estaba diciendo, hablando exaltada / admirada / románticamente acerca de la sensibilidad de Robert Schumann y su troupe de la Zeitschrift, pero mucho me temo que eso ya está demasiado trillado, así que preferiría, tras haber tratado malévolamente de suscitar críticas a mi crítica anti/acrítica y agitar así un poco (aunque quedará seguramente en un vano intento) los cimientos del buen criticar que se estilan por doquier, decir alguna cosa sobre el recital del II concierto del Ciclo de Lied del CNDM.

Como ya sucedió con Drake hace algún tiempo, el pianista a cargo de esta soirée, Malcolm Martineau, no demostró gran pericia al abordar Schumann. Aunque se notaba que quizá con otros compositores hubiera llegado a resultados interesantes, en esta ocasión diluyó las arquitecturas transparentes y delicadas que edificaba en su inspiración angélica (o demoníaca, según el caso) el autor de la Kreisleriana o Carnaval, y el lenguaje poético se tornó en un murmullo ininteligible. Recuerdo cómo el año pasado, al inaugurar Ferenc Rados el ciclo de conciertos de la Fundación Juan March dio una verdadera lección de cómo hacer música expresando con claridad las ideas del discurso sonoro (no necesariamente retórico) para que los oyentes se dejasen envolver por la fluida armonía y a la vez apreciasen y entendiesen lo que Schubert o Beethoven construían o deconstruían. Lo diáfano, a pesar de lo arrebatadora que nos parezca la neblina à la Humbert Humbert, puede ser también territorio de lo inefable, y al igual que sucede con la poesía, en la música es necesario comprender las “palabras” de lo que se expresa para poder acercarse siquiera a disfrutar del significado que éstas encierran, subjetivo y particular para cada individuo. Y creo que todo esto es muy pertinente recordarlo en relación con Schumann y su literatura instrumental.

En el caso de la soprano, Miah Persson, que se presentaba por primera vez en el Ciclo, me resulta muy difícil realizar una crítica constructiva, puesto que se manifestó muy inferior no sólo en el plano técnico, sino también en el artístico, al actuar junto al barítono Florian Boesch. Sobre este último debo reconocer, y a pesar de que no siempre tenían relación sus elecciones de recursos expresivos con lo que el texto decía, que su voz poseía algo que te iba cautivando sin darte casi cuenta, con un encanto simple propio de un Razumijin, y que como intuirán no se puede definir con cierta objetividad. Sí es posible hacerlo en lo que se refiere a su control del vibrato, a la diversidad de potencias que era capaz de emitir, y otros parámetros algo más técnicos que espero que aprecien si retorna en solitario o mejor acompañado. De otra manera no seremos capaces de sospechar a qué se refería Schumann con aquello de que en mis últimas canciones oigo muchas cosas que difícilmente puedo explicar. Aunque estas palabras no pertenezcan a ninguna de sus críticas, sino que son las Robert dirigía a Clara, sí es posible, de alguna manera, traerlas a colación para conectarlas con el concierto del otro día. Pese al pretendido cientifismo, en el fondo poco se puede explicar de ese lenguaje de lo inefable que es la música, tan escurridiza como para no permitir jamás ser atrapada por un formato justificado. La frase de Schumann sirve entonces como perfecto colofón de estas pueriles líneas, aunque el rapto de espíritu al que se refiere poco tenga que ver, desafortunadamente, con lo que sucedió el otro día.

Pablo Tejedor Gutiérrez

Fotografía: S-Media y BBC (en portada).

Publicado en octubre 2015

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