Luz (no mucha) en la ventana. Mozart y con eso basta
Wolfgang Amadeus Mozart: Le nozze di Figaro. Luca Pisaroni (conde de Almaviva), Sofia Soloviy (condesa de Almaviva), Sylvia Schwartz (Susanna), Andreas Wolf (Figaro), Elena Tsallagova (Cherubino), Helene Schneiderman (Marcellina), Christophoros Stamboglis (Doctor Bartolo), José Manuel Zapata (Don Basilio), Gerardo López (Don Curzio), Khatouna Gardelia (Barbarina), Miguel Sola (Antonio), Pilar Moraguez y Celine Kot (aldeanas). Coro y Orquesta titulares del Teatro Real. Dir. musical: Ivor Bolton. Dir. de escena: Emilio Sagi. Escenografía: Daniel Bianco. 17 de septiembre de 2014, Teatro Real de Madrid.
Los que transiten mucho esta casa con chimenea llamada Síneris sabrán que para quien esto firma Le nozze di Figaro es un prodigio que, contra todo pronóstico, despierta imponderables de tristeza. O nostalgia impenitente si lo prefieren. No es capricho o tendencia natural, es que creo que esta ópera es la desolada constatación de que, según Mozart, no hay amor bueno; su forma de contestar a una vida ingrata en cuanto a la gestión del cariño y a su falta de pericia para utilizar lo mucho o lo poco de amor que obtuvo como viento a favor en su vida, y no al contrario. Ese “Contessa perdono!” de los últimos instantes del cuarto acto, tan a menudo considerado como la música más bella jamás escrita, enternece por su inocencia, por la fe con la que la Condesa desea dejarse persuadir, pero todos sabemos que pasados unos días el conde de Almaviva volverá a las andadas, o cualquier otro canto rodado se levantará de ese empedrado tan mal adoquinado. La tercera parte de las andanzas de Fígaro escrita por Beaumarchais, tan desconocida hoy, lo constata. El caso es que con una media sonrisa uno va viendo líos y comedia dell’arte de exquisita factura y música inolvidable, aunque el mensaje sobre el amor y el cáncer de la duda florece extramuros.
El montaje se ha convertido en polémico a fuerza de repetirse, y miren que se mantiene en todo momento dentro de la más absoluta de las amabilidades. Pero evaluar como si fuera la primera vez un espectáculo que aparece por el escenario del Real tres veces en cinco años es un esfuerzo ímprobo que aquí intentaremos. En lo que triunfa Sagi es en la recreación de una atmósfera y en el enaltecimiento del detalle. La languidez de la condesa, con la fantástica luz casi natural de Eduardo Bravo iluminando la estancia, es el hastío de María Antonieta, el inevitable aburrimiento ilustrado, la belleza cortesana y rutinaria que asfixia como un invernadero. Y ahí, no sé si de forma consciente o inconsciente, el montaje se atiene a esa laxitud “Antiguo Régimen” con exactitud quirúrgica. No hay salidas de tono ni esquinas mal encaradas. El detalle se despliega en tercer término, con una luz aquí o el murmullo de una fuente manando allá. No busquen sobresalto porque lo más atrevido que van a encontrar en cuatro horas de música son unas castañuelas. Así, no habrá claroscuros que emerjan de una arista de la partitura, reinterpretada bajo el alero de algún escenógrafo visionario: lo que hay, es lo que es, y está bien así.
Uno de los puntos que revestían mayor interés era la dirección de Ivor Bolton, reputado mozartiano, casi siempre buen contador de historias y experto eludidor de árboles tapabosques. La experiencia fue agridulce. La obertura auguró intensidades y ritmo trepidante, pero ahí quedó todo hasta el final del segundo acto. Lo melancólico de la ópera se llevó con dulzura y empatía, con cuidado tímbrico y atención a la prosodia; eso sí, en cuanto la partitura pasaba de andante, el invento venía a menos. La teatralidad en escena salvaba a veces los muebles de un fraseo no siempre con dirección y una dinámica algo plana. Con todo, los concertantes fueron bien planificados, más expresiva la lectura en líneas generales que aquella primera versión de López Cobos y mucho más coherente que la de Víctor Pablo Pérez después, metronómica pero con escaso aliento mozartiano. Como ocurriera con el Réquiem en Toledo de hace unos días, Bolton avanza con la orquesta despacio pero con alegrías y mejores equilibrios (vibratos más contenidos y afinación en franca mejoría) pero oteando de lejos la vivacidad necesaria.
Del reparto, empiezo por Sofia Soloviy, porque la condesa de Almaviva es en mi opinión el mejor personaje de toda la ópera y de los mejor escritos de todo tiempo: la que peor traiciona y la que mejor se deja traicionar; la que peor odia y mejor sabe perdonar. Mozart le regaló dos arias maravillosas que figuran como las únicas ampliaciones respecto al original de Beaumarchais, en el entendido de que el perdón postrero de la Condesa no sería compartido si no se acompañaba de un retrato psicológico de altura. Y Da Ponte-Mozart no pudieron ser más cercanos en su primer plano, sin temor alguno a la arruga. Sofia Soloviy hipnotizó al público con su legato y la musicalidad innata de su voz, aunque lució habitualmente tapada por la orquesta y no siempre ajustada al papel. Su “Dove sono” fue lo que debía ser: de una añoranza extrema, con ese empaste medido entre oboes y fagotes con el que Mozart gusta pintar la nostalgia tan a menudo. La Susanna de Sylvia Schwartz resolvió en su coqueta teatralidad lo que su voz no pudo. Muy escasa de volumen, las líneas melódicas se desvanecían a poco movimiento escénico que hubiera. Cuando Bolton redujo la potencia sonora del conjunto (mediado el tercer acto) se pudo apreciar una voz más oscura de lo que el papel de Susanna requiere, aunque refinada en la emisión y con armónicos suficientes. Frente a los algo más acartonados miembros del reparto, su desparpajo actoral niveló su actuación hasta acabar a buen nivel, pero con poco sustrato de erotismo. Tampoco mucho en el Cherubino de Elena Tsallagova, pero sí convicción en el canto, afinación y emisión limpia. Es un papel entre la charlatanería y el exceso hormonal, con las dificultades que esto entraña, carente además de un referente en la tipología cerrada de la comedia dell’arte, elemento que el resto de personajes sí tienen. Esa inocencia irrecuperable y envidiada en el fondo por todos, fue la que se buscó en “Voi che sapete”, y se consiguió sin estridencias.
El mezquino conde de Luca Pisaroni fue resolutivo y recordó en muchas ocasiones a aquel modélico de Rodney Gilfry con Gardiner, de presencia intachable. El agudo algo abierto deslució algún pasaje, pero el sentido general del personaje estaba bien buscado y la ironía muy interiorizada. El Fígaro de Andreas Wolf flojeó un tanto, porque no supo ni ser cantábile ni ser bufo, y al menos una de las dos posibilidades tienes que dominar si quieres salir con bien del enredo. El “Aprite un po’ quegl’occhi” estuvo bien pero por debajo de, por ejemplo, el del propio Pisaroni hace un año en el Covent Garden. José Manuel Zapata estuvo espléndido como Don Basilio.
La magia de esta obra se va desmadejando como un ovillo de lana, y sólo muy al final, cuando el coro entona las últimas notas, entendemos lo felices (y tristes) que hemos sido entre tanto, lo poco de luz que ha dejado en nuestra ventana. Y se borran los peros. Hemos recorrido con una sonrisa un itinerario de heridas íntimas que reta a cualquier tratado de anatomía. Resumamos entonces: la interpretación no fue perfecta, pero la ópera sí lo es. Y con eso basta. Como decía Federico Luppi en Lugares comunes, “Lilí siempre gana”. O Fígaro, en este caso.
Mario Muñoz Carrasco
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