Spivakov y Kern en el espejo

Crítica
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Spivakov y Kern en el espejo

El romanticismo sereno del oso rudo

J. Brahms, Sonata para violín núm. 3 en Re menor, Op. 108. I. Stravinsky. Suite italiana, A. Pärt, Spiegel im Spiegel (dedicado a Vladimir Spivakov). C. Franck, Sonata para violín y piano en La Mayor. Solista: Vladimir Spivakov, violín; Olga Kern, piano. Ciclo Ibermúsica. Auditorio Nacional de Madrid, 9 de abril.

Cuando Brahms compuso la Sonata para violín y piano nº 3 tenía 53 años, Viena a sus pies y una vejez que avanzaba ya con pasos afelpados. El tiempo de las pasiones tempestuosas había ido quedando atrás en la vida y en la música, el romanticismo era ahora sereno, el oso rudo, un hombre más afectuoso. Eso no quitaba, claro, para que en sus paseos bordeando el río no dejase de increpar a los ciclistas que, con su timbre, le despistaban de los pensamientos musicales en los que caminaba absorto. Spivakov perfiló ayer todas las estampas otoñales que ensombrecen la obra y nos hizo ver al viejo. El tema confiado al violín en el allegro inicial lisonjeó a Olga Kern, con la que el entendimiento fue permanentemente admirable. Se respetaron, se escucharon. La formación a dos, en principio poco usual para el Auditorio, no se antojó en absoluto escasa ni falta de espectacularidad.

En la tierna cavatina del adagio, el piano supo contenerse en la penumbra mientras Spivakov hablaba al público con fervor, aplicando todo ese anhelo permante de que está llena la pieza. El movimiento tercero, “poco presto”, que no parece haber sido escrito con la misma tinta que el anterior, dejó en el aire un algo mefistofélico. Spivakov, solidísimo, atacó con rigor soviético hasta la última nota en una voluta de humo que se deshilachaba. Su virtuosismo, y el de Kern, que recuperaba en el último movimiento un ardiente protagonismo, convertía a los espectadores en testigos de una permanente dialéctica.

La “Suite italiana” abundó en efectos humorísticos y endiabladas prisas, que iban a contrastar vivísimamente con Spiegel im Spiegel, de Arvo Pärt, que conquistó al público como una música que viene de muy, muy lejos. Ello a pesar de que no pudiera disfrutarse ni de diez segundos seguidos sin estúpidos carraspeos. La obra de este benedictino musical, único compositor renacentista que sigue vivo, era representante de ese estilo suyo que se ha conocido como “Tintinnabuli”, tintineante tañir de campanas, música caracterizada por armonías simples, frencuentemente notas sueltas sin adornos o acordes triádicos (los cuales formaron la base de la armonía occidental). En ella todo lo superfluo o todo lo ornamental ha desaparecido, o ha sido aligerado hasta quedar un simple y espeluznante esqueleto. Esta última gran obra compuesta antes de abandonar Estonia está dedicada especialmente a Spivakov, que la ejecutó con solemne reverencia hacia el maestro ausente. Jugaba el piano con las triadas sobre las notas negras mientras el violín efectuaba lentas escalas de duración creciente. La sutil izquierda de Kern también acompañó con notas sincopadas la voz del violín.

La sonata de Franck, dividida en cuatro tiempos, (los cuales, según se cuenta en las escuelas de violín, podrían corresponderse con el amor vivido en cuatro edades distintas), embelesó, haciéndonos recordar que estábamos ante la obra que inspira, por encima de otras fuentes, la célebre “Sonata de Vinteuil”, obra imaginaria de autor imaginario que Marcel Proust describe en el primer libro de En busca del tiempo perdido. Spivakov hizo fácil entender por qué Swann se obsesiona con la sonata, por qué se la hace tocar a los pianistas de los restaurantes y los hoteles. Afinando las dotes detectivescas, en la sonata se pudo encontrar a una mujer con parasol blanco paseando por el Bois de Boulogne entre la música que flotaba.

Ganado ya el público, y por si el sentimentalismo a toneladas de la jornada no bastase, ofrecieron cuatro propinas que rozaron lo perfecto: la “Habanera” de Ravel, una danza húngara brahmsiana, el “Vals sentimental” de Schubert y un Falla que acabó por culminar una noche camerística en el formato, y grandiosa en todo lo demás.

Cuando Brahms compuso la Sonata para violín y piano nº 3 tenía 53 años, Viena a sus pies y una vejez que avanzaba ya con pasos afelpados. El tiempo de las pasiones tempestuosas había ido quedando atrás en la vida y en la música, el romanticismo era ahora sereno, el oso rudo, un hombre más afectuoso. Eso no quitaba, claro, para que en sus paseos bordeando el río no dejase de increpar a los ciclistas que, con su timbre, le despistaban de los pensamientos musicales en los que caminaba absorto. Spivakov perfiló ayer todas las estampas otoñales que ensombrecen la obra y nos hizo ver al viejo. El tema confiado al violín en el allegro inicial lisonjeó a Olga Kern, con la que el entendimiento fue permanentemente admirable. Se respetaron, se escucharon. La formación a dos, en principio poco usual para el Auditorio, no se antojó en absoluto escasa ni falta de espectacularidad.

En la tierna cavatina del adagio, el piano supo contenerse en la penumbra mientras Spivakov hablaba al público con fervor, aplicando todo ese anhelo permante de que está llena la pieza. El movimiento tercero, “poco presto”, que no parece haber sido escrito con la misma tinta que el anterior, dejó en el aire un algo mefistofélico. Spivakov, solidísimo, atacó con rigor soviético hasta la última nota en una voluta de humo que se deshilachaba. Su virtuosismo, y el de Kern, que recuperaba en el último movimiento un ardiente protagonismo, convertía a los espectadores en testigos de una permanente dialéctica.

La “Suite italiana” abundó en efectos humorísticos y endiabladas prisas, que iban a contrastar vivísimamente con Spiegel im Spiegel, de Arvo Pärt, que conquistó al público como una música que viene de muy, muy lejos. Ello a pesar de que no pudiera disfrutarse ni de diez segundos seguidos sin estúpidos carraspeos. La obra de este benedictino musical, único compositor renacentista que sigue vivo, era representante de ese estilo suyo que se ha conocido como “Tintinnabuli”, tintineante tañir de campanas, música caracterizada por armonías simples, frencuentemente notas sueltas sin adornos o acordes triádicos (los cuales formaron la base de la armonía occidental). En ella todo lo superfluo o todo lo ornamental ha desaparecido, o ha sido aligerado hasta quedar un simple y espeluznante esqueleto. Esta última gran obra compuesta antes de abandonar Estonia está dedicada especialmente a Spivakov, que la ejecutó con solemne reverencia hacia el maestro ausente. Jugaba el piano con las triadas sobre las notas negras mientras el violín efectuaba lentas escalas de duración creciente. La sutil izquierda de Kern también acompañó con notas sincopadas la voz del violín.

La sonata de Franck, dividida en cuatro tiempos, (los cuales, según se cuenta en las escuelas de violín, podrían corresponderse con el amor vivido en cuatro edades distintas), embelesó, haciéndonos recordar que estábamos ante la obra que inspira, por encima de otras fuentes, la célebre “Sonata de Vinteuil”, obra imaginaria de autor imaginario que Marcel Proust describe en el primer libro de En busca del tiempo perdido. Spivakov hizo fácil entender por qué Swann se obsesiona con la sonata, por qué se la hace tocar a los pianistas de los restaurantes y los hoteles. Afinando las dotes detectivescas, en la sonata se pudo encontrar a una mujer con parasol blanco paseando por el Bois de Boulogne entre la música que flotaba.

Ganado ya el público, y por si el sentimentalismo a toneladas de la jornada no bastase, ofrecieron cuatro propinas que rozaron lo perfecto: la “Habanera” de Ravel, una danza húngara brahmsiana, el “Vals sentimental” de Schubert y un Falla que acabó por culminar una noche camerística en el formato, y grandiosa en todo lo demás.

Daniel Muñoz de Julián

Pierre-Auguste Renoir, Mujer con sombrilla en el jardín (1876).

Publicado en mayo/junio 2013

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